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Aleppo First

George Orwell escribía en 1984 que “la guerra al hacerse constante ha dejado de existir”. Y parece ser éste el macabro futuro al que se enfrentan los sirios. La alianza contra la organización del Estado Islámico (OEI) liderada por Estados Unidos continúa lanzando ataques aéreos contra su enemigo número uno, bombardeos que últimamente parecen concentrarse en la ciudad fronteriza de Kobane, que se ha convertido ya en un símbolo del conflicto en Siria.
A la vista de los acontecimientos, diríase incluso que la estrategia militar esbozada por Obama y sus aliados ha dado pie a una campaña militar que no hace sino esconder que no hay ya solución política para una guerra civil que ha dejado tras de sí más de 200.000 muertos y cuatro millones de refugiados (de acuerdo con la pagina I am Syria). La diferencia principal entre Siria e Iraq en lo que a la estrategia de la coalición anti-OEI respecta parece ser que Estados Unidos tiene – y no sin motivos – una responsabilidad específica hacia el país cuya invasión encabezaron en 2003. Una responsabilidad que sin embargo no parece tener en cuenta que puede que el Estado Islámico haya prosperado en Siria estos últimos años, pero nació en el país vecino aprovechándose de la desastrosa situación que el derrocamiento de Saddam Hussein dejó tras de si.
Los oficiales norteamericanos no se cansan de prometer que facilitarán medios y entrenamiento a unos rebeldes moderados que algunos han comparado con unicornios, rebeldes que según la última versión llevará cuatro meses identificar y un año preparar para la batalla per se. Y es que la expresión “oposición nacionalista” no es en Siria más que una entelequia, ya que nunca ha existido un verdadero ejército, ello a pesar del tan cacareado nombre “Ejército Sirio Libre” (FSA por sus siglas en inglés), sino grupúsculos que intentan proteger pequeños territorios. La cruda realidad es que los grupos mejor organizados militan bajo la etiqueta otorgada de “yihadistas”, caso este tanto del OEI como de Al-Nusra y el Frente Islámico, gracias sobre todo a los cuantiosos fondos provenientes de donantes privados del Golfo. Los ataques de la coalición han tenido además otro blanco: la rama de al-Qaeda en Siria, el Frente al-Nusra. Ello no hace sino dejar claro que la estrategia en Siria adolece de enormes deficiencias e incluso legitima a aquellos que acusan a Obama de apoyar implícitamente a Assad, dado que al-Nusra – a diferencia del OEI – sí que lucha contra el régimen sirio, y en ciertas zonas ha establecido alianzas transitorias con otros rebeldes. Lo mismo ocurre con el Frente Islámico. Como consecuencia, ambos dos cuentan con cada vez mayor apoyo por parte de la población siria, claramente alienada por las acciones de Estados Unidos y compañía.
Queda claro pues que ni Estados Unidos – ni casi nadie en Occidente, para el caso – persigue objetivos políticos, más allá de deshacerse de unos incómodos “barbudos” que decapitan a sus ciudadanos en la red. Es ésta una postura comprensible si se tiene en cuenta que ninguno de los múltiples esfuerzos diplomáticos han tenido hasta ahora éxito. Una explicación – claramente optimista – es que sus analistas no tenían en cuenta todos los factores, y resulta por lo tanto inútil repetir los mismos pasos sin replantearse la estrategia. Cooperar con Assad, sin embargo, no debería ni siquiera plantearse como una opción. Lo contrario conllevaría poner en bandeja de plata al Presidente sirio la excusa en la que lleva años basando su legitimidad, y convertir al pirómano en bombero, al dictador en salvador. A pesar de lo que se piensa, Bashar al-Assad genera a estas alturas más estabilidad de la que garantiza. El Estado – servicios, ejército, fuerzas de seguridad – se va desintegrando poco a poco, y Siria corre el riesgo de convertirse en una nueva Libia, o incluso de que lo único que quede en pie sean ruinas y actores que se beneficien de – y por lo tanto únicamente puedan sobrevivir gracias a – una economía de guerra (caso este el de Colombia tras las FARC).
La Comunidad Internacional – y en particular Staffan de Mistura, enviado especial del Secretario General de Naciones Unidas para el conflicto, – tiene su confianza puesta en una serie de altos el fuego que, empezando por Aleppo, sigan el ejemplo de Homs, por mucho que en este caso el alivio de los sirios viniera precedido de un inhumano sitio que se dilató durante meses. El error de las sucesivas rondas de Ginebra I y II radicó en insistir en la necesidad de adoptar una solución política a toda costa, antes siquiera de plantearse negociar este tipo de acuerdos. Las negociaciones se convirtieron pues en el pez que se muerde la cola: una solución política no es factible si no existe un cierto equilibrio en el terreno, lo que lleva meses sin ser el caso en Siria. En un principio eran los rebeldes los que se sentían más fuertes, sobre todo porque confiaban en el apoyo de la comunidad internacional. Hoy es Assad quien se siente envalentonado. La triste realidad es que no hay ya un equilibrio de poder sino un equilibrio de impotencia: unos pierden terreno, otros apoyo. Y todos ellos vidas.
Todo lo anterior sin nunca perder de vista la necesidad de llegar a un acuerdo político, y en este sentido la única alternativa viable parece ser pues confiar en la oposición, a pesar de estar aún en estado embrionario e independientemente de lo heterogénea que ésta se muestre. La principal razón es que sus miembros han aprendido estos últimos meses lo importante que resulta colaborar entre sí a nivel militar, a pesar de los enfrentamientos ocasionales que hayan podido surgir entre ellos. Si éstos no han podido garantizar la normalidad en las zonas que han estado bajo su control – al contrario que el OEI y los kurdos – ha sido por no disponer de suficientes medios, y ello a pesar de las promesas de vecinos y aliados morales. Incumbirá por tanto a la oposición militar y política – esta última se ha mostrado incapaz de crear instituciones dignas de confianza y deberá por tanto empezar por hacer los deberes en casa – erigir su autoridad sobre las ruinas de lo que quede del régimen. No podrán hacerlo sin ayuda occidental y regional, todos ellos habiendo aprendido de los errores del pasado.
No cabe ya negar que se ha subestimado la dimensión y relevancia de la crisis. Nos encontramos ante un conflicto de dimensión regional sin parangón en los últimos años. Y es por este motivo que resulta indispensable el consenso entre los principales actores regionales y potencias con intereses en la región. Es éste el caso de Rusia, que siempre se ha escudado en el miedo a que los islamistas tomen el poder si Assad es derrocado. Este argumento ya no se tiene en pie, y mantener su base en Tartous no parece descargo suficiente para seguir posicionándose contra – y forzando la mano de China – de una inequívoca resolución del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas. Fundamental resulta también la cooperación con Irán, una vez – claro está – alcanzado un acuerdo que culmine las negociaciones nucleares y una vez que se materialice un acercamiento aceptable para ambas partes con Saudi Arabia, con quién comparte un peligroso enemigo a sus respectivas puertas. Y a pesar de lo que proclamen los defensores de la “guerra sectaria”, los ayatollahs no se muestran tan preocupados por la afiliación chiíta del régimen de Assad como por la línea de avituallamiento a Hezbollah a través de Siria. De hecho, fue el propio país persa el que puso sobre la mesa una propuesta de cuatro puntos – que giraba sobre la descentralización del poder presidencial – ampliamente alabada por el Lakhdar Brahimi, antiguo enviado especial de Naciones Unidas y la Liga Árabe. Fue el propio Brahimi el que antes de dimitir señaló que “necesitamos un plan de paz para Siria que cuente con la participación de sus vecinos. Puede que sus agendas sean diferentes, pero todas tienen que tener a Siria como prioridad”.
El Estado Islámico será exterminado únicamente cuando haya un plan factible para Siria, ya que en el fondo se trata de un mero actor no estatal – a pesar de proclamarse como todo lo contrario – que se alimenta del vacío de poder y conquista territorios en su gran mayoría desérticos. El apoyo que los yihadistas han recibido en Siria e Iraq es puramente circunstancial y oportunista, basado en ciudadanos desesperanzados a los que no se ha ofrecido alternativa mejor. A pesar de que Assad cuenta con un apoyo popular no desdeñable – muestra de ello son los resultados de las elecciones celebradas en junio (allí donde se celebraron) -, todo indica que el resto de los sirios se irá adhiriendo progresivamente a medida que se les convenza de que Assad no es imprescindible, y por tanto de que no serán víctimas de futuras venganzas de tinte sectario. De lo contrario, no son pocas las posibilidades de que aquellos que se hayan cansado de luchar solos contra Assad decidan alistarse – al igual que ha ocurrido con miles de sunitas en Iraq – en el bando de los yihadistas. No será este el caso de las denominadas “minorías” – que parecen ser la única obsesión de Occidente, que a veces parece olvidar que las principales víctimas del OEI son musulmanes sunitas – a las que será necesario dar voz y voto en el futuro de Siria: los cristianos no han intervenido en el conflicto pero tienen pavor del discurso islamista, los drusos tampoco se han posicionado y se mantienen neutrales, únicamente dispuestos a proteger la región en la que se concentran, los kurdos sólo atienden a sus propios intereses y ambiciones nacionalistas, y a los chiitas y alauitas, a pesar de haber demostrado ya su insatisfacción con el status quo actual, les aterra la alternativa. Existe por lo tanto una oposición no desdeñable al régimen de Assad, pero su situación dentro de la comunidad es muy delicada. El Presidente acabará yéndose, pero ésta no puede ni debe ser la única precondición para perfilar el futuro de los sirios, cuya gran mayoría no había ni siquiera oído hablar de sectarismo antes de la guerra y ansía la paz por encima de todo.

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