El 13 de septiembre se cumplió el vigésimosegundo aniversario de la firma de los Acuerdos de Oslo, texto que marcó un antes y un después en el conflicto entre Israel y Palestina. Para los israelíes, los acuerdos tenían por objeto garantizar a su población un cierto grado de seguridad, así como un socio con el que compartir mesa de negociación cada cierto tiempo. En el caso de los palestinos, los acuerdos fueron diseñados para proporcionarles un cierto margen de libertad política y económica y un horizonte de autogobierno.
Su soflama imprecisa puso la pelota en el tejado de Israel. “No estamos obligados a respetar el Acuerdo si Israel se empeña en continuar con la colonización en los territorios ocupados”, dijo Abbas. No hizo sin embargo mención de plazo ni dio un ultimátum. Puso cuidado en no referirse a las sumas que recibe de las autoridades israelíes. La alocución causó confusión en el propio partido del presidente, Fatah. ¿Quizás una señal de que el otoño del patriarca toca a su fin? Hay que recordar que ya ha anunciado su dimisión en numerosas ocasiones. La Autoridad Palestina se encuentra al borde de la quiebra –económica y existencial–, infestada de luchas intestinas y de burócratas insatisfechos. Por si esto fuera poco, los palestinos no han cejado en su pugna por un mínimo de protagonismo en una región inundada de crisis que la comunidad internacional considera conflictos de mayor relevancia.
Paradojas palestinas y ‘status quo’
La Autoridad Palestina se enfrenta además a una de las mayores paradojas de su existencia: mientras que puede decirse que ha tenido éxito a la hora de crear un sentimiento relativo de prosperidad enCisjordania, la popularidad de Abbas entre los palestinos ha tocado fondo. Incluso ha disminuido la avidez por una solución de dos Estados. No son pocos los palestinos que creen que Abbas se aferra a una hoja de ruta que no conduce a ninguna parte. Líderes y ciudadanos palestinos se muestran cada vez menos dispuestos a considerar las negociaciones con Israel como una verdadera oportunidad para la paz.
La estrategia grandilocuente de Abbas no cala entre su población. Puede que haya logrado que Naciones Unidas reconozca a Palestina como un Estado “no miembro”, una bandera en la plaza Dag Hammarskjold e incluso la –lejana– posibilidad de que Israel sea juzgado por la Corte Penal Internacional. No parece que ninguno de estos movimientos haga más tangible la posibilidad de que exista un Estado palestino, ni siquiera en el medio plazo. Se trata de meros símbolos que no impiden que poco a poco los palestinos asuman la cruda realidad de su situación. Ya no es tabú sugerir que quizás lo más sensato sea aspirar a la igualdad en un sólo estado compartido por vecinos de lado y otro de la Línea Verde.
Las palabras de Abbas recordaron al mundo lo peligroso que es que se enquiste el status quo. Lo delicado de que la supervivencia de los palestinos siga dependiendo de ayuda humanitaria y transferencias israelíes. Lo resbaladizo de que tanto la política de asentamientos de Israel como la ocupación militar de Cisjordania acaben por magullar al propio país. No solo porque Israel ve como disminuye por momentos su respaldo internacional, sino sobre todo porque los asentamientos ilegales ponen en peligro no solo la estabilidad, sino el alma e identidad del país. Un país donde la impunidad se ha convertido en moneda de cambio y extremismo e intolerancia ganan terreno día a día.
¿Tercera Intifada?
Septiembre de 2015 también marca el decimoquinto aniversario del comienzo de la Segunda Intifada. En vista de los acontecimientos en Jerusalén y otras localizaciones, mucho se habla hoy de una Tercera Intifada. Una intifada que en todo caso exigiría un cierto consenso entre palestinos, una reconciliación entre Fatah y Hamás que tras varios intentos fallidos parece aún más lejana que la propia paz. Aunque todo indica que prevalecerán la tensión y la violencia, hoy por hoy ninguna de las partes codicia una nueva conflagración. A ninguna le conviene que se reanuden los enfrentamientos. Además, y a pesar de que prospera la radicalización, gran parte de la población palestina se muestra hastiada de tanta violencia y es consciente de que una nueva intifada no les traerá mayor autonomía. Más bien todo lo contrario. Quizás no es otra intifada lo que debería obsesionarnos, sino una tensión permanente entre israelíes y palestinos que alimentan políticas gubernamentales y retórica en ambos bandos y que ha desembocado en una generación incapaz de empatizar y relativizar.
A diferencia del período turbulento en el que Yasser Arafat capitaneaba la Organización para la Liberación de Palestina, el liderazgo de Abbas ha infundido entre la población palestina un sentido del orden y de la seguridad sin precedentes. Muchos se muestran descontentos, pero pocos están interesados en un retorno al caos total. Mucho menos en que se erosione –sin encontrar antes repuesto– la reputación de la Autoridad Palestina, estigmatizada pero percibida por los residentes de Cisjordania como una verdadera entidad política. La única, de momento, dispuesta a representarles.
Ahí reside la mayor contradicción de este conflicto: a estas alturas solo podrían representar un punto de inflexión los que en su día se unieron para defender la causa palestina. Israel nunca hará concesiones serias a los palestinos a menos que obtenga de los Estados árabes beneficios reales: en el ámbito de seguridad, económico, comercial y diplomático. Al mismo tiempo, Abbas no puede ni siquiera plantearse un compromiso con los israelíes si no son los Estados del vecindario quienes avalen y asuman la responsabilidad última de esas concesiones. Avanzar y desviarse de la hoja de ruta tiene un precio que pocos parecen dispuestos a pagar.
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