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Carta de Gaza

Mi nombre es Zeinab, tengo 14 años y vengo de un lugar del que hoy por hoy muchos estaréis cansados de oír hablar: la franja de Gaza. Mis abuelos, sin embargo, no nacieron aquí, sino en una ciudad, Beersheba, en el centro de lo que hoy el mundo entero se empeña en denominar Israel, pero que en mis recuerdos se llama aún Palestina. Desde que somos pequeños, mi madre se esfuerza en leernos todas las noches los cuadernos en los que mi abuelo Maher relata cómo era su vida allí, cómo le gustaba relajarse en su huerto de olivares, comer sandía con avidez cerca del zoco y romper el ayuno del Ramadán al anochecer con sus vecinos musulmanes y cristianos. También cuenta cómo las primeras comunidades de judíos en la ciudad se mostraban enormemente amables con ellos. Venían huyendo de la muerte que en Europa aguardaba a sus familiares y vecinos. Pero un día, el mundo entero decidió ponerse en contra de los habitantes de la antigua Palestina, y crear un estado para aquellos judíos, allí donde ellos habían venido conviviendo en paz. Los únicos que se mostraron dispuestos a luchar por ellos fueron los países árabes vecinos. Poco después de la guerra, sin embargo, el abuelo, el resto de la familia y amigos se vieron obligados a desplazarse a un campo de refugiados a cientos de kilometros de su hogar, allí dónde mi madre nació en condiciones más que cuestionables.


Me encuentro hoy en la tercera planta del hospital Al-Shifa, donde me veo rodeada de niños de mi edad con heridas que parecen doler mucho. También yo siento dolor, pero prefiero quedarme callada, consciente de que sus gritos indican que su situación es mil veces peor. También allí donde vivo, y en sus alrededores, hay muchos niños y jóvenes. Al parecer, la edad media en la Franja es de 17 años. No es de extrañar por lo tanto que en estas últimas semanas hayan muerto más de 200 niños. Parece ser que también hay más de 2.000 que han sido heridos, como yo. A uno de los médicos que se ocupan de nosotros - Mads, que viene de un país en el que hace mucho frío y que siempre se postra sobre mi con una sonrisa enorme, se le ensombrece el semblante cuando se nos categoriza como “daños colaterales” de un conflicto que ha devastado gran parte de mi vecindad, gran parte del único pedazo de tierra que se me ha permitido visitar a lo largo de mi corta vida.

Gaza es un territorio muy pequeño al borde del mar - en el que adoro bañarme con mis amigos y en el que mi padre podía pescar hace unos años - donde se apiñan aproximadamente 1,5 millones de personas. A veces me gusta comparar mi barrio con un pequeño enjambre, en el que el silencio y la tranquilidad son casi tan inalcanzables como la paz. Mi hermana mayor, embarazada de 6 meses ya - siempre se indigna cuando le sugieren - fue el caso con un mensaje de texto que hace poco recibimos, firmado por el ejército israelí - que nos alejemos de las zonas de peligro, allá donde se esconden los terroristas. “¿Adónde vamos a ir?”, grita una y otra vez, “no somos terroristas ni tenemos nada que ver con ellos, ¿por qué nos castigan por el mero hecho de vivir aquí?”. La verdad es que mi hermana no lo sabe, pero de forma indirecta si que tenemos algo que ver con ese grupo llamado Hamás - grupo islamista creado en 1987 con el doble objetivo de establecer un estado islámico en Palestina y de resistir a Israel - ya que papá, frustrado por la forma en que el grupo rival - la Autoridad Palestina - siempre cedía ante Israel y no contribuía en nada a la liberación de Palestina (“Arafat murió y nos quedamos sin héroes capaces de convencer al mundo entero e ilusionar a nuestro pueblo”, solía repetir mientras mientras chasqueaba la lengua), votó por ellos en 2006. Por aquel entonces, y seguramente porque era todavía una renacuaja, papá me hizo guardar el secreto: sabía cómo iban a reaccionar nuestros vecinos, más aún cuando la victoria de los islamistas dio lugar a una guerra entre facciones palestinas que nos hizo probar por primera vez el amargo gusto de la impotencia. En 2008, durante lo que Israel denominó “Operación Plomo Fundido”, comencé a familiarizarme con la violencia sin sentido, e inventé una canción que entonar a grito pelado cuando las bombas iluminaban el cielo sobre nosotros. Mamá, muerta de miedo y destrozada por las historias que sus amigas le contaban sobre hijos desmembrados y maridos desaparecidos, no podía parar de llorar. Y papá, que desde el alba se unía a los equipos de rescate, nunca estaba ahí para consolarnos.

La ONU, en su Informe Goldstone, declaró que ambos bandos habían cometido crímenes de guerra durante el conflicto. Todo estaba destrozado a nuestro alrededor, se impuso un bloqueo sobre la Franja, y la falta de electricidad, alimentos y servicios básicos se convirtió en el pan nuestro de cada día. Pero al menos nos teníamos a nosotros, algo que no muchos de nuestros amigos podían decir. En 2012, sin embargo, la guerra estalló de nuevo. Fue una escaramuza mucho menos intensa, pero en esta ocasión fuimos nosotros los que tuvimos que llorar la muerte de mi padre, que no pudo escapar al misil que se abalanzó sobre el y otros cuatro civiles. Despues de 2012, Hamás se volvió más fuerte que nunca, ya que demostró al mundo entero que - a pesar del bloqueo y de que Egipto estaba destruyendo los túneles que unían la península del Sinaí con Gaza, a través de los cuales nos llegaban desde armas hasta pollo del KFC - era capaz de fabricar cohetes que podían alcanzar varias poblaciones israelíes.

Y son precisamente estos cohetes los culpables - en parte - de que yo todavía no sepa si Ahmed, que yace en la cama de mi izquierda, podrá algún día levantarse. Todo empezó con el secuestro cerca de Hebrón de tres adolescentes inocentes como nosotros: Naftali, Gilad y Eyal. El gobierno israelí enseguida acusó a Hamas del secuestro, y puso Cisjordania patas arriba. La población israelí, enardecida por sus políticos, se volvió en algunos casos contra la población árabe, y de nuevo un niño inocente, Mohammad Abu ­Khieder, fue asesinado como consecuencia del odio irracional que durante décadas ha envenenado la región. Al parecer, se sabía que los niños habían sido asesinados desde un primer momento, pero ello no impidió que Israel, en teoría respuesta a los cohetes que no cejaban de obligar a que sus ciudadanos pasaran horas en refugios, iniciara una ofensiva - bajo el estandarte del derecho a la “autodefensa” del país - que desde el primer momento, por su determinación e intensidad, hizo que mi madre rece por nuestras almas durante horas.

A veces nos visitan periodistas, y aunque los médicos protesten, saben que es quizás el único medio de que el mundo sepa lo que está pasando. Yo todavía no se muy bien qué es lo que pasará, ni tampoco que es lo que ha pasado, en realidad. Me asusta pensar que hay niños israelíes aterrorizados, como nosotros, por lo que puedan estar haciendo algunos individuos en mi derredor. Quizás sus abuelos nos robaran nuestra tierra, pero ellos no tienen la culpa de haber sido criados en el victimismo y un discurso en el que Palestina merece lo que tiene. Al igual que nosotros no tenemos la culpa de no disponer de un sistema de defensa como la Cúpula de Hierro, que hubiese podido impedir la muerte de más de 1.000 personas en menos de un mes. A veces intento comprender lo que dicen los periodistas en sus retransmisiones: Israel y sobre todo su temible Primer Ministro “Bibi”, han perdido el control y se están viendo obligados a ganar una guerra desde el punto de vista técnico que a todas luces perderán desde el punto de vista estratégico. La gente empieza a ser consciente de la asimetría entre ambas facciones, y ello no hace sino arrojar luz sobre la situación en la que los palestinos - en Gaza y en Cisjordania, por no hablar de los refugiados que aún sueñan desde países vecinos con volver a ver su hogar algún día - han vivido durante décadas, que cada vez un mayor número de personas asimila al apartheid sudafricano, ante el que la comunidad internacional se mantuvo impasible durante lustros.

También comentan los reporteros en voz baja que el sentimiento que empujó a mi padre a votar por Hamás en 2006 invade a cada vez más palestinos, que tras decenas de intentos de procesos de paz frustrados, no creen ya que sea posible apostar por la paz. Hamás y la Autoridad Palestina se reconciliaron hace unos meses, pero estos últimos están demasiado imbricados en las estructuras palestinas como para que los islamistas puedan acceder a la cuota de poder que desean. No puedo así evitar entristecerme cuando me doy cuenta de que la gran mayoría repite una y otra vez que esto se ha convertido en un circulo vicioso, que muchos han perdido la esperanza de que algún día podamos saber lo que es la paz, no una sucesión de treguas y alto el fuego arrancados in extremis. Me apena también enormemente el no sentir el calor y solidaridad de nuestros hermanos árabes y sus gobiernos, que incluso decidieron crear en 1945 una organización, la Liga Árabe, para luchar por la causa palestina que hoy se ha vuelto poco más que un chiste de mal gusto ante el sufrimiento de sirios, iraquíes, libaneses y demás. Mientras, niños como yo, como Ahmed, como mi hermano Hani y como Ali (con quien sé que me casaré en unos años) soñamos aún con un futuro más feliz en el territorio del que mi abuelo Maher hablaba. De la mano de los israelíes o sin ellos, eso ya lo decidiremos con el tiempo, pero en paz, insha’allah.

Este texto fue publicado por Columna Zero el 28 de julio de 2014.

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