Pocos análisis sobre Oriente
Próximo circulan hoy en día que no hablen de Guerra Fría al referirse al
enfrentamiento en varios frentes, pero nunca cara a cara, entre Irán y Arabia
Saudí como líderes respectivos de los bandos chiita y sunita. Una
simplificación ante la que me resulta difícil no rebelarme, y contra la que por
primera vez me posiciono en público.
Nadie duda que Irán es uno de los
peones privilegiados dentro del ajedrez de las relaciones internacionales. No
es menos cierto que su situación interna atraviesa momentos delicados. El
antiguo Imperio persa se erige, además, como beneficiario indiscutible de los
levantamientos que -a partir de 2011- sacudieron la región. Cuenta con un
protegido, como es Hezbollah, que no sólo se perfila como uno de los pilares de
la (pobre) gobernanza en el Líbano, sino que lucha codo a codo con el régimen
sirio en el conflicto que desfigura el país y sus fronteras. Assad sigue siendo
de hecho uno de los aliados más fieles de la República Islámica, no tanto por
afinidad ideológica sino, sobre todo, por necesidad. Irán es además un hacedor
de reyes clave en la política iraquí desde incluso antes del derrocamiento de
Nouri al-Maliki.
Y, aunque parece que el vínculo
entre Teherán y los hutíes en Yemen no es tan estrecho como nos quieren hacer
creer, el avance imparable de estos últimos fue para muchos el desencadenante
de que otros poderes regionales se decidieran a intervenir en el país. No hace
falta explayarse para dejar claro que el acuerdo nuclear con el llamado P5+1
-grupo formado por EEUU, Reino Unido, Rusia, China, Francia y Alemania- representa
la guinda del pastel de este ascenso imparable. Salvo por lo que respecta a los
avances de la coalición liderada por Arabia Saudí, precisamente en Yemen (no
estamos seguros aún de cómo va a terminar el conflicto), los esfuerzos de otras
potencias regionales para desafiar la progresión iraní parecen haber fracasado.
La gran pregunta que tendríamos que
hacernos de forma natural es: ¿por qué, si tantas potencias comparte una cierta
obsesión por frenar a Irán, no han decidido aliarse y recurrir a todos los
medios a su alcance para alcanzar tal fin? Así, tanto Israel como Turquía y
Arabia Saudí parecen ver en Irán su principal amenaza, y así gritan a los cuatro
vientos a diestro y siniestro que Irán no ha dejado de ser el mal mayor. Puede
que Israel no haya dejado de ser el enemigo número uno - el oficial, al menos -
en la región. ¿Por qué ni siquiera se ha dado un cierto acercamiento entre dos
potencias suníes con ansias de liderazgo como son Turquía y Arabia Saudí?
La respuesta reposa en las
diferentes narrativas que luchan por predominar en la región. Narrativas
íntimamente ligadas a los conceptos de identidad y mantenimiento del orden.
Mientras que a lo largo de la Historia ha imperado el discurso del 'equilibrio
de poder', en este caso es más el 'equilibrio identitario' lo que impulsa a que
sus distintos actores actúen como lo hacen. Este equilibrio diferencia entre
Estados que comparten principios en torno a la idea de gobernanza y
legitimidad. Todos ellos valoran su identidad y sus particularidades más que
cualquier otra ventaja que les pueda reportar una alianza contra-natura. Es
aquí donde entra en juego la percepción que sus líderes puedan tener de los
efectos internos que producirían al medio y largo plazo mensajes ideológicos
transnacionales.
Los cinco modelos identitarios de Oriente Próximo
Cinco modelos identitarios se
reparten territorios y lealtades. Irán, República chií que propone un modelo
islamista ultra-conservador transnacional. Arabia Saudí, también
ultraconservador, apoya a otras monarquías suníes y recela de cualquier reforma
democrática, tanto en el país como en el extranjero. Israel ha tenido siempre
claro cuál es su un papel en la región. Y el discurso a éste aparejado. Turquía,
bajo el gobierno del AKP, se apoya en el mensaje de reforma democrática encabezada
por los islamistas moderados en el mundo árabe que comparten otras ramas de los
Hermanos Musulmanes. Y por último, Daesh (el mal llamado Estado Islámico), que
basa su atractivo en un modelo ideológico salafista, también transnacional.
Escasas son las excepciones a
este modelo en el cual la identidad prevalece, y sólo cuando la identidad no
está en juego se juega la carta sectaria. La alianza Irán - Hamás se perfilaba
como una excepción a la regla, y aun así la guerra en Siria ha erosionado estos
lazos de forma no desdeñable.
Sectarismo sí, pero con unos
límites. Equilibrio de poder sí, pero no a toda costa y siempre poniendo al
régimen y sus continuación por encima de todo. Ni Guerras Frías, ni Guerras de
los 30 años, ni nueva Guerra del Líbano. Los conflictos que hoy en día
atraviesa la región están - no por coincidencia - encadenados entre si y no
dejan indiferentes ni a implicados ni a vecinos.
Esto no quiere decir que nuestra
labor sea desempolvar Enciclopedias y buscar paralelismos tirados de los pelos.
Esto, repito, no quiere decir que el sectarismo no exista. Ni mucho menos. El sectarismo
está muy presente y es consecuencia del debilitamiento o ruptura del Estado.
Los ciudadanos desamparados se ven obligados a insertar el sectarismo en
ingrediente clave de su identidad política. Es éste el caso de Líbano, Siria,
Iraq y Yemen, aunque cada uno con sus especificidades.
Así, no se trata sólo de crear
vínculos en el seno de comunidades, sino de que grupos e instituciones se
aprovechen de la situación para hacerse con mayores cotas de poder y, en este
caso sí, trazar alianzas con sus iguales dentro y fuera de sus fronteras.
Ejemplos de este comportamiento los encontramos con Arabia Saudí y otras
monarquías, así como un Egipto que no por ser república deja de encarnar el
autoritarismo más acérrimo, por una parte. Por la otra con Turquía, Qatar y los
Hermanos Musulmanes. Y así convertimos Oriente Próximo en el polvorín por
excelencia. Pero no en el escenario de una nueva Guerra Fría. Al menos no todavía.
Una versión de este artículo fue publicada en Bez Diario el 2 de noviembre de 2015.
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