Hoy, domingo 1 de noviembre, y como consecuencia de la imposibilidad – o ausencia de voluntad – por parte del Partido Justicia y Democracia (AKP) de formar un gobierno de coalición, los votantes turcos están de nuevo llamados a las urnas. Desde las elecciones legislativas del pasado 7 de junio, los ciudadanos turcos han sido testigos de algunos de los días más sombríos del país en más de una década. El país se enfrenta hoy a una combinación tóxica de polarización política, inestabilidad gubernamental, desaceleración económica, y violencia omnipresente, tanto dentro como fuera de sus fronteras. Dos de sus vecinos son muy poco recomendables. El Presidente Erdogan ha declarado la guerra a ambos. Sin embargo, la mayoría de encuestas prevén que los resultados serán muy similares a los de los últimos comicios.
El statu quo ha cambiado
La pregunta del millón de dolares no es tanto si la gran sorpresa de las últimas elecciones, el partido kurdo liberal Partido Democrático del Pueblo Kurdo (HDP), sobrepasa el umbral del 10% (en este caso las acusaciones de fraude electoral serían ensordecedoras), sino si seguirá ‘robando’ votos al AKP. El partido, tras ataques que incluyen el saqueo y quema de oficinas en todo el país, es hoy más débil que entonces, a lo que no ayuda el toque de queda e inseguridad en las regiones kurdas. Ni que la represión sobre la comunidad kurda sea cada vez más brutal. Ni que la campaña fuera de facto suspendida tras el ataque terrorista en Ankara del pasado 10 de octubre, algo que sólo el AKP parece haber ignorado. El carisma de su joven líder Selahattin Demirtas encandila a sus seguidores, y quizás también a un nuevo grupo de votantes silenciosos influenciados por una campaña transparente e inclusiva.
Aunque las encuestas parezcan indicar lo contrario, algunas cosas sí que han cambiado desde entonces. Erdogan se ha dado cuenta de que su omnipresencia hastiaba al electorado y ha disminuido su presencia pública. Su Primer MInistro y candidato, Ahmet Davutoglu, no ha sabido aprovecharse de este fenómeno y sigue ocupando la cola de los índices de popularidad. También es verdad que el antiguo Ministro de Asuntos Exteriores no saber manejar a la perfección el discurso político, pasando de prometer mujeres a negar toda empatía a las víctimas del atentado de Ankara. En contraste, y al igual que en su momento ocurrió con el representante del HDP, el líder del Partido Republicano del Pueblo (CHP) – el partido de Ataturk-, Kemal Kilicdaroglu, se ha convertido en un político experimentado, en un líder nato que huye de toda polarización.
El único resultado que podría hacer que Erdogan finalmente accediera a entrar en coalición sería por lo tanto aquel que indique que el AKP ha agotado sus posibilidades: si recibe menos del 40,8% que obtuvo el 7 de junio. Sin embargo, casi todas las encuestas recientes indican que el partido obtendrá al menos el 41% o 42% de los votos. El AKP ha remontado ligeramente, gracias en parte a que algunos votantes han renunciado al cambio político en vista de la creciente inestabilidad, los conflictos internos y la amenaza terrorista. Esta mejoría no es suficiente para asegurar una mayoría parlamentaria, pero sí puede dar alas a aquellos que opinan que sería posible ganar unas próximas elecciones si se mantienen el clima de conflicto durante algún tiempo. Este dilema se ha convertido en objeto de apuestas. ¿Será Erdogan capaz de llevar al país a una tercera elección si el AKP recibe más de un 40,8%? De lo que no queda ninguna duda es de que una tercera elección, que probablemente tendría lugar a principios de abril, desestabilizaría aún más el país y, sobre todo, haría a su economía aún más vulnerable.
Baile de coaliciones
Todas estas cábalas dependen por tanto de que el AKP caiga por debajo del 40,8%. En tal caso, lo más probable es que Erdogan busque una coalición entre AKP y el Partido de extrema derecha Acción Nacionalista (MHP), en cierto modo su ‘aliado natural’. Una coalición AKP-MHP permitiría a Erdogan ‘comer’ de la base del MHP, que comparte perfil social y cultural con el electorado del AKP. Una coalición así – o el que algunos ‘tránsfugas’ del MHP se pasen al otro bando – serviría al objetivo a corto plazo de Erdogan de recuperar en apariencia un gobierno de un solo partido, mientras que se agudiza la polarización de Turquía. Se haría más fuerte el bando suní en la polarización entre sunitas y alevíes, el bando islamista en la polarización entre islamistas y laicos y el bando turco en el conflicto con los kurdos. La línea dura del MHP no sólo exige que se intensifique la lucha contra la corrupción, sino que además se opone a cualquier tipo de negociación con el Partido de los Trabajadores del Kurdistán (PKK). Una alianza haría que la paz con el PKK se convierta en una posibilidad aún más remota.
En junio, la opción favorita de hombres de negocios y diplomáticos extranjeros, y en general de todo aquel que ansiaba una mayor estabilidad, era una gran coalición con el CHP, principal partido de la oposición. El único que parecía en contra era Erdogan, que todavía no ha abandonado su sueño de convertirse en sultán. Tal vez tenga mucho que ver el que un acuerdo de tales características seguramente contribuiría a aliviar la polarización y a reintroducir una dinámica de reforma democrática y económica que Ankara lleva años sin ver. Aunque buena parte del partido no descartaba entonces – ni descarta ahora – la posibilidad de formar una gran coalición, parece que muchos entre sus votantes, algunos de los cuales murieron en el atentado de Ankara, huyen de cualquier acercamiento al AKP
Punto de inflexión
Las elecciones marcan en cierto modo un punto de inflexión en la democratización de Turquía. Determinarán el curso que el país adoptará y en qué sentido evolucionará la espiral de violencia que ha azotado al país estos últimos meses. No es la primera vez que el país se enfrenta a períodos de crisis política y económica. Durante la década de los 70, la economía del país se derrumbó, y la inestabilidad condujo a la disturbios en los que murieron miles de personas. En la década de los 90, Turquía fue golpeada al mismo tiempo por una inflación de tres dígitos y una insurgencia kurda que dejó tras de sí decenas de miles de muertos. Turquía sobrevivió a esas dos décadas, y hasta hace unos años era presentada como modelo de éxito en medios y foros varios. La crisis actual es diferente. La inestabilidad doméstica va de la mano – o al menos avanza en paralelo – de la inestabilidad en la región. ¿Logrará Turquía salir airosa en esta ocasión?
El choque entre nacionalismos se erige hoy en centro de la vida política turca. La cuestión kurda ha mutado. Hasta este año, la comunidad kurda (de 10 a 12 millones) no había conseguido consolidarse en fuerza política unificada; sus divisiones internas seguían las líneas de falla del país en su conjunto. Esta dinámica cambió en las últimas elecciones, cuando kurdos, ya sea liberales, conservadores y nacionalistas por igual se unieron en torno al HDP. La elección no sólo determinará si el HDP puede erigirse en motor de la izquierda turca, sino también si se ha convertido en el exponente de la lucha por la dignidad del movimiento político kurdo y del fin del autoritarismo. Aunque también, en cierto modo, en culpable de retomar la guerra con los kurdos.
En julio, Erdogan declaró la guerra a la comunidad kurda, ya que aprovechó la guerra contra Daesh para atacar intereses kurdos en Turquía, Siria e Irak. Por primera vez, Turquía corre el riesgo de enfrentarse a una insurgencia kurda en dos países. Continúa la campaña militar contra el PKK, a pesar de que el grupo anunciara un alto el fuego con el fin de no interferir con las elecciones. La ‘cuestión kurda’ representa el trasfondo de otras luchas, que The Atlantic acertadamente enumera.
Guerra en Siria, amenaza yihadista y polarización interna
La creciente injerencia de superpotencias del lado de uno y otro bando en Siria deja poco a poco a Turquía fuera de la ecuación. Se está viendo relegada al papel de mero espectador mientras observa cómo se desarrollan tres escenarios de pesadilla: Assad retiene el poder; los kurdos obtienen un margen de maniobra sin precedentes a lo largo de la frontera entre Turquía y Siria; y Daesh (el mal llamado Estado Islámico) expande su terror en el corazón de Turquía.
Turquía es en teoría lo suficientemente potente, sobre todo si tenemos en cuenta que cuenta con el respaldo de la OTAN, para hacer frente a las amenazas tanto de Daesh como del PKK. Pero no queda claro que el Gobierno o el Presidente cuenten con el suficiente apoyo interno para extralimitarse. En otros momentos, la mayoría de turcos, aunque a regañadientes, han respaldado a las autoridades, incluso a costa de su libertad y tranquilidad, por el bien de su propia seguridad. Este no parece ser hoy el caso en un escenario en que crece la polarización entre los campos pro y anti-AKP. El atentado de Ankara da buena prueba de ello. Se ha demostrado que el Gobierno tenía perfectamente indicados a los sospechosos, y la ausencia de arrestos o condenas consecuencia de atentados anteriores ha socavado la confianza pública. Resulta difícil ignorar la creencia generalizada de que es Erdogan quien ha instigado y avivado la violencia con el fin de deslegitimar al HDP y asegurarse así un mayor apoyo electoral. El propio Erdogan insiste en que sólo un mayoría absoluta del AKP puede garantizar una transición ‘pacífica’ de Turquía hacia un sistema presidencial.
La principal fuente de polarización no es otra que la figura del propio Erdogan, y su culto a la personalidad. Poco a poco, a base de demagogia y victimismo, ha conseguido enemistarse con el ejército, las empresas, los liberales, los medios de comunicación, la comunidad judía, los votantes de izquierda, los alevíes y los kurdos. Gracias sobre todo a años de éxito económico y acercamientos a los kurdos, su narrativa ha aguantado. Al igual que su popularidad. Hasta hoy, cuando el país se encuentra al borde de una crisis constitucional: es en teoría una democracia parlamentaria pero se ve cada vez más como un sistema presidencial con Erdogan al timón.
Conocidos los resultados de las elecciones de junio, el estado de ánimo colectivo es diferente. Tras 13 años en el poder, el AKP perdió por primera vez su abrumadora mayoría. Era una oportunidad de oro para fortalecer una democracia pluralista, pero el gobierno del AKP no estaba dispuesto a dejar pasar la oportunidad de constitucionalizar el Sultanato. En lugar de la empatía y la convivencia, la apatía, la intolerancia y el sectarismo se han convertido en norma. Una encuesta reciente del Pew Research Centre revela que aunque un 54% del electorado está insatisfecho con la marcha del país mientras sólo un 44% se muestra más complacido. El postureo preelectoral en todos los bandos sólo logra reforzar la polarización política que no hace sino ahondar el sangriento impasse. Cualquiera que sea el resultado de las próximas elecciones, el próximo Gobierno de Turquía tendrá que hacer frente a una sociedad amargamente dividida.
El que las preferencias electorales de los votantes no hayan cambiado prácticamente desde junio, a pesar del recrudecimiento de la violencia, debería ser un indicio de que hay poco o ningún beneficio en continuar los combates. Hay turcos que siguen queriendo paz. Que están dispuestos a tomar las calles clamando por ella. No olvidemos que Turquía cuenta con una sociedad civil robusta, experiencia con desmanes autoritarios, y una relativamente larga experiencia en democracia. Componentes imprescindibles para superar este nuevo bache. ¿Quizás la perspectiva de adhesión a la UE pueda ayudar a avivar este sentimiento?
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