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Líbano: reflejo de la región

Bandera libanesa reflejada en un edificio en Beirut tras los atentados de noviembre. (Anwar Amro/AFP/Getty Images)
Bandera libanesa reflejada en un edificio en Beirut tras los atentados de noviembre. (Anwar Amro/AFP/Getty Images)
¿Cuál es la situación actual de un país azotado por múltiples problemas internos y con unos vecinos en guerra?
El 12 de noviembre una explosión sacudió a Líbano de su anquilosamiento y colocó al país en el punto de mira de vecinos, periodistas y líderes internacionales. Por menos de 24 horas, hasta que la cadena de atentados en París desvió la mirada de propios y ajenos. Muchos occidentales tienen la percepción de que la violencia representa la norma y no la excepción en el país del cedro. En algunos periodos no tan lejanos ha sido el caso. Sin embargo, este fue el atentado más mortífero en la ciudad desde que terminara la guerra civil. Líbano está acostumbrado a la violencia, sí: ha sido testigo de oleadas de asesinatos políticos, escaramuzas callejeras, guerras de mayor o menor duración, ataques aéreos y bombas. Pero, no es menos cierto que 2015 estaba siendo un año relativamente tranquilo.

Durante mucho tiempo dos eran los pilares sobre los que reposaba su estabilidad: por una parte, la cooperación en el ámbito securitario y de intercambio de inteligencia entre, principalmente, el Ejército libanés, las Fuerzas de Seguridad Interna y el otro gran ejército del país, Hezbolá; y, por otra, el compromiso político de los jefes de todas las sectas de desalentar y reprimir duramente cualquier ataque contra civiles. Esto hasta que Líbano se convirtió en una suerte de efecto colateral de la guerra en Siria y se enredó, sin remedio, en las luchas del vecindario. Nadie puede negar hoy que los conflictos en el Levante están completamente regionalizados y entretejen una red de actores externos, movimientos transnacionales y gobiernos de dudosas credenciales. Siria y Líbano son dos partes orgánicas de este conflicto, presas tanto de la dinámica local como de la guerra que enfrenta hoy a potencias del más acá y el más allá.
Líbano es un Estado tapón. La correa de transmisión la representan las comunidades religiosas, convertidas en clientes de diferentes potencias. Impera la cultura del amiguismo geopolítico que sume al país en la más completa inestabilidad. Una parte considerable de los males que afligen a Líbano son sintomáticos de los males que aquejan a su vecino, donde casi cinco años de guerra han dejado tras de sí poco más que sangre y desolación. Y este paralelismo no era tan evidente hasta hace relativamente poco. Libaneses suníes y chiíes se ajusticiaban en Siria desde 2011. Era sólo cuestión de tiempo que dejarán de tomarse la molestia de cruzar la frontera y empezarán a matarse en casa. “No morían todos, pero a todos afectaba”, decía La Fontaine en Los animales enfermos de la peste.
Hezbolá, uno de los actores más simbólicos a la hora de definir las disfunciones del país, es quien ha forzado esta situación. Desde 2005 participa activamente en el Gobierno, asumiendo el peso que correspondía a las fuerzas sirias que tras la Revolución del cedro se retiraron del país. Hezbolá tenía claro desde el primer momento que tanto su benefactor, Irán, como su aliado impertérrito, Bashar al Assad, necesitaban de su intervención y su pericia en suelo sirio. Mientras que ellos requerían del territorio sirio para no quedarse aislados. La organización consiguió durante un tiempo mantener intacto su prestigio y respetabilidad entre sus conciudadanos y simpatizantes. Durante tres años alternó justificaciones sectarias y nacionalistas para legitimar sus acciones en terreno vecino. Hasta que empezaron a llegar los ataúdes. Entonces, su popularidad se fue erosionando, sí, pero nunca llegó a alcanzar límites alarmantes. Por una simple razón: Hezbolá no dejaba de ser el mal menor frente al enemigo número uno, Daesh.
La decisión de Hezbolá de pasar a formar parte del tablero sirio hizo inevitable que la guerra en Siria reverberara en Líbano. Mientras, la comunidad suní -cada vez más reducida si no se tiene en cuenta el aflujo de refugiados-, ha tenido que sufrir un liderazgo inepto, corrupto y fragmentado. Este desorden ha dejado un vacío en el que grupos radicalizados -bajo la bandera de Daesh o únicamente aprovechándose de ella- pueden operar con total impunidad, en el que cada crisis culmina demasiado a menudo en un mortífero juego de la gallina.
Hezbolá se mostraba inmune ante las amenazas que atenazaban al país y las luchas que marcaban con sangre sus fronteras. Hasta que el doble atentado suicida del 12 de noviembre en el barrio predominantemente chií -pero con un importante número de palestinos- de Bourj al Barajneh obligó a despertar tanto al grupo como a sus correligionarios. El mensaje de Daesh era claro: la injerencia en Siria conlleva un alto precio, tanto en Líbano como en Francia. Lo que pocos mencionaron en ese momento fue que el Estado Islámico perseguía otro objetivo: transmitir a todos los reunidos en la conferencia de paz de Viena que la guerra es la única opción.
Estas dinámicas han llevado a un impasse peligroso. Hezbolá es hoy indiscutiblemente primus inter pares en el sistema de reparto de poder sectario de Líbano. Puede que el grupo nunca sea lo suficientemente fuerte como para dominar todo el país, pero su poder bruto es hoy inigualable: su base está enormemente movilizada, su milicia es más fuerte que el propio Ejército y su capacidad económica aumenta por momentos. A largo plazo, sin embargo, ha perdido toda credibilidad como actor capaz de sacar adelante un proyecto nacional unificador, más allá de su propia agenda. A pesar de su inspiradora historia de resistencia frente a Israel, hoy se ve reducido a ojos de muchos a un grupo sectario más que actúa al son de las órdenes de un patrón extranjero como es Irán.
Al igual que ocurrió en 2008, Hezbolá se ha convertido en el hacedor de reyes clave a la hora de llenar el vacío de la presidencia, vacante desde mayo de 2014. Por si esto fuera poco, un Gobierno de unidad nacional atrofiado y sofocado por el faccionalismo étnico y religioso se muestra incapaz de prestar servicios básicos a sus ciudadanos. Incapaz incluso de intervenir ante crisis de calado como las avalanchas de refugiados o el secuestro de un puñado de soldados. El Parlamento, fuera ya de mandato (artificialmente renovado en dos ocasiones) está paralizado, y tuvieron que ser montones de desperdicios hediondos los que este verano forzaron a que los libaneses, representados por el movimiento #YouStink (Tol3et Ri7etkoun), volvieran a tomar las calles. Más de quinientos días sin un presidente se hicieron sentir menos que dos meses sin recogida de basura.
Este y otros grupos de activistas han ido tomando fuerza en las calles libanesas y ganando influencia entre jóvenes y no tan jóvenes. Este verano fue la primera vez que un movimiento apolítico y aconfesional era capaz de reunir a miles de libaneses de diferentes sectas y afiliaciones políticas. No transcurrió mucho tiempo antes de que las protestas desembocaran en acontecimientos violentos y la represión comenzara a despuntar. La respuesta de los manifestantes fue sorprendente: abogaron por subir la apuesta y exigir reformas políticas y una nueva Ley electoral, motivo de debate y discusión desde el fin de la guerra civil.
El 12 de noviembre las sirenas y los alaridos se hicieron oír más que el empachado ronroneo de la política libanesa. El país estaba en estado de shock, al igual que todas y cada una de las facciones políticas. Las declaraciones de condena colmaban el aire mientras se sucedían los funerales. Rivales de toda procedencia se comprometieron a inaugurar un diálogo nacional con dos objetivos en mente: los cimientos de unos futuros comicios y la elección de un presidente.
Hoy en día, la basura ya no se acumula en las calles de la capital, sino en depósitos improvisados o en plena naturaleza, sin que una solución realista a esta crisis esté a la vista. Los debates sobre el cambio de sistema continúan ocupando portadas. Unos días antes de Navidad tan sólo unas pocas docenas de manifestantes se reunieron en Beirut para reiterar sus demandas. No es difícil entender que los ciudadanos no encuentren sentido a movilizarse a largo plazo y con la misma fuerza, especialmente contra un Estado casi inexistente y compinchado con cualquier atisbo de corrupción. También en Líbano, la clave reposa en la gestión de expectativas.
El sistema funciona como una oligarquía mafiosa, controlada por un pequeño número de líderes antidemocráticos cuyo principal interés es enriquecerse y perpetuar su poder. Esta bonanza de corrupción, mal gobierno y culto a la personalidad ha demostrado sin embargo ser altamente elástica, y en su favor hay que decir que impide que cualquier grupo fuerte, incluso Hezbolá, domine de plano a los demás. Durante 25 años ha operado -junto con el miedo generalizado- como amortiguador contra un nuevo descenso al abismo de la guerra civil. De crisis en crisis, siempre logrando alcanzar el equilibrio para sortear el colapso total.
Es por todos conocida la base sectaria del sistema político libanés. El primer acuerdo de tinte sectario para compartir el poder en Monte Líbano fue trazado contra los señores feudales y se remonta a 1893. La presidencia se reserva para un cristiano maronita, el primer ministro debe ser un musulmán suní, mientras que el presidente del Parlamento debe ser un chií. El comunitarismo se erige así como uno de los rasgos principales de la sociedad libanesa. Cuando los libaneses se identifican a sí mismos como cristianos, suníes, chiíes o drusos (por citar las principales confesiones) no hablan en realidad de su fe, sino que están confesando a qué comunidad pertenecen.
Las colectividades religiosas funcionan en el Mediterráneo Oriental como etnias, al igual que ocurría en Irlanda del Norte. Cada comunidad tiene su propia historia, cultura, aspiraciones y temores, además de su propia constelación de aliados y enemigos. Los libaneses no pueden dejar caer todo ese bagaje simplemente optando por la laicidad. Saben que en tiempos difíciles pueden morir por la religión que conste en su carnet de identidad. Tal y como cuenta la investigadora Naomí Ramírez Díaz, el intelectual Elias Khoury es claro cuando afirma ‘Ma fi Lubnan’ (No existe Líbano). En última instancia y hasta que sus líderes y patronos se pongan de acuerdo para que esto cambie, los libaneses pueden sentirse seguros dentro de los confines de su secta.

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