Gertrude Bell, que jugó un papel fundamental en la configuración del mapa actual de Oriente Medio, señaló en su momento ‘nunca volveré a intentar crear reyes; es un esfuerzo demasiado grande’.
Cuando la globalización apuntaba tímidamente a una gradual desaparición de las fronteras, fenómenos como la crisis de refugiados o el terrorismo internacional parecen poner en evidencia que los confines territoriales son más relevantes que nunca. La firma del Acuerdo Sykes-Picot (cuyo nombre oficial es ‘Acuerdo de Asia Menor’) cumple un siglo. Cien años después, las fronteras de Oriente Medio no han dejado de ser controvertidas y volátiles. Los nacionalistas árabes en los años 1940 y 1950 llamaron abiertamente a una unidad entre Estados árabes que derribara fronteras, consideradas un legado imperialista más. Cuando el panarabismo se retiraba del tablero mundial, algunos panislamistas volvieron a abogar por una unión islámica más amplia que además su religión respaldaba, la umma. Sin embargo, no fue hasta 2014 que la legitimidad de las fronteras de la región fue seriamente puesta en duda desde que fueran trazadas por primera vez. Daesh amenazó con ‘romper Sykes-Picot’ cuando declaró un califato en el territorio que abarca el norte de Siria e Irak, y todo el mundo pareció desempolvar el acuerdo de su mente.
La Primavera Árabe representó la chispa, pero no el origen. Hoy, una región definida por las potencias coloniales europeas y defendida desde entonces por autócratas árabes, se ve simbolizada por fuerzas centrífugas derivadas de insatisfacciones, desigualdades, creencias, identidades tribales o étnicas, rivalidades avivadas por las múltiples consecuencias que los levantamientos de 2011 dejaron tras de sí. La magnitud de los desplazamientos forzados, junto con una agitación política generalizada, marcan un punto de inflexión sin punto de comparación para la región desde el final de la propia Primera Guerra Mundial. A medida que las fronteras entre Irak y Siria se derrumbaban bajo el yugo de Daesh y gracias a los tejemanejes de Bashar al Assad y sus aliados, varios bandos en éste y otros conflictos ansían alterar la geografía y garantizar su dominio sobre territorios legitimándose en creencias o pertenencias -o, más bien, en afinidades políticas- de individuos y comunidades. Estos movimientos forzados de población simbolizan el descalabro demográfico de Sykes-Picot, al que gran parte de árabes siguen culpando de sus desgracias. El Acuerdo se erige en legado del imperialismo, en alegoría de la desconfianza árabe frente a las potencias occidentales y de la consecuente fe en las teorías conspiratorias.
El verdadero germen se encuentra en la expedición a Egipto de Napoleón, que situó al mundo árabe entre el Imperio otomano y el colonialismo occidental. Surge entonces la denominada Nahda, verdadero renacimiento intelectual árabe que intenta conciliar islamismo y nacionalismo -precisamente las dos tendencias que han marcado estas últimas décadas-. El último suspiro otomano y los mandatos europeos, simbolizados por los acuerdos de 1916 y la promesa rota hecha al líder hachemita Husayn ibn Alí, jerife de La Meca, a cambio de su apoyo a los aliados en la Guerra, extinguen esta chispa de esperanza. La independencia tarda en llegar para gran parte de los países artificialmente trazados, con la notable excepción de Arabia Saudí. Independencia en forma de ‘hombres fuertes’ apoyados por aliados de una parte y otra.
No son pocos los especialistas que denuncian el acuerdo como un ejemplo escandaloso de perfidia imperial. El acuerdo secreto fue firmado por Sir Mark Sykes y François Georges-Picot el 16 de mayo de 1916 y, únicamente, salió a la luz cuando fue publicado por los bolcheviques. El historiador palestino George Antonius no dudó en declarar que “el acuerdo Sykes-Picot es un documento impactante. No es sólo producto de la codicia en su peor momento, es decir, de la codicia aliada a la sospecha, lo que lleva a la estupidez, sino que también destaca como un sorprendente ejemplo de doble juego”.
Circulan muchas ideas equivocadas -o atajos malintencionados- acerca del acuerdo. Análisis y declaraciones sostienen que el texto define las fronteras modernas de la región. El mapa dibujado por Sykes y Picot no se parece en nada a la vecindad en la actualidad, sino que fija las áreas de dominación colonial del antiguo Imperio otomano en las que Francia y Gran Bretaña eran libres para imponer una administración o control directo o indirecto como desearan. De hecho, las fronteras finales fueron bendecidas por la Liga de Naciones en la Conferencia de San Remo en 1920: el Tratado de Sèvres de agosto de 1920 -modificado por el Tratado de Lausana de julio de 1923- establecía el mandato de Francia sobre la ‘Gran Siria’ (hoy Siria y Líbano), y de Reino Unido sobre Palestina, Irak y Transjordania. Sèvres preveía asimismo la creación de un Estado kurdo, otra promesa rota, en este caso en nombre de los hidrocarburos.
El acuerdo de 1916
El mapa es famoso por trazar una línea ‘de la “e” en Acre [población en el norte de Israel] a la última “k” en Kirkuk [Irak]’. Un mapa que ignora las identidades locales y preferencias políticas. De hecho, las futuras fronteras fueron fijadas solo con la ayuda de una regla, en virtud del principio ‘divide y vencerás’ como mantra de esa etapa de colonización (y también de un exagerado miedo a la yihad de musulmanes insatisfechos). En la ‘zona azul’, Francia reclamó el Este de la costa mediterránea que se extiende desde Mersin y Adana, alrededor del Golfo de Alejandreta y hacia el Sur a través de las costas de los territorios actuales de Siria y Líbano a la antigua ciudad portuaria de Tiro (Líbano y Cilicia). Los franceses también reclamaron una extensa parte del Este de Anatolia a un punto al Norte de Sivas y al Este de Diyarbakir y Mardin, todas las ciudades dentro de la actual Turquía. En la ‘zona roja’, los británicos se aseguraron el reconocimiento de su poder sobre las provincias iraquíes de Basora y Bagdad (Mesopotamia y bahía de Kuwait).
Una mujer palestina camina frente a un grafiti que ilustra la Nakba, en referencia al nacimiento del Estado de Israel, en Ramala, Cisjordania. (Abbas Momani/AFP/Getty Images)
Una mujer palestina camina frente a un grafiti que ilustra la Nakba, en referencia al nacimiento del Estado de Israel, en Ramala, Cisjordania. (Abbas Momani/AFP/Getty Images)
La superficie entre las zonas azules y rojas fue dividida en zonas separadas en las que Gran Bretaña y Francia ejercerían su influencia de forma ‘informal’. La zona A incluye las principales ciudades del interior de Siria – Alepo, Homs, Hama, y Damasco -, así como la norteña ciudad iraquí de Mosul, bajo control indirecto francés. Los británicos afirmaron su control informal sobre la zona B, que se extendía por los desiertos del norte de Arabia desde Irak a las fronteras del Sinaí en Egipto. Una fórmula alejada de las promesas -una entidad árabe independiente o una Confederación de Estados Árabes- que el alto comisario británico en El Cairo, Sir Henry McMahon, había hecho a Hussein. El único territorio en la que británicos y franceses no pudieron alcanzar un acuerdo -sobre todo por el “control de los santos lugares”- era precisamente la Palestina al Oeste del Rio Jordán. Pintaron el área de marrón y propusieron una administración internacional, cuya forma final solamente se decidiría en las negociaciones con Rusia, “los otros aliados y los representantes del jerife de La Meca”, en lo que paradójicamente fue la única mención explícita a Hussein en el acuerdo.
Consecuencias actuales
Las fronteras del acuerdo de posguerra han demostrado ser notablemente resistentes, al igual que los conflictos que las propias fronteras, entre otros factores, han engendrado. Líbano, creado por Francia en 1920 como un Estado cristiano habitado por multitud de comunidades, sucumbió a una serie de guerras civiles en las que mucho tuvo que ver el que las instituciones políticas no lograran mantener el ritmo de sus cambios demográficos. La otra parte de la ‘Gran Siria’ nunca llegó a aceptar esa partición, y el futuro de ambos Estados nunca ha dejado de estar entrelazados. Tras la independencia, Siria fue testigo de más de media docena de golpes de Estado entre 1949 y 1970, hasta que la dinastía Assad tomó el control. Siria se enfrenta además hoy a una posible partición de facto que se debe a cinco años de cruenta guerra civil, no por representar una creación colonial artificial. Es también el caso de la nación kurda, dividida entre Turquía, Irán, Irak y Siria, inmersos en conflictos con sus respectivos gobiernos anfitriones a lo largo del siglo pasado.
A pesar de sus recursos naturales y humanos, Irak nunca ha conocido la verdadera estabilidad dentro de las fronteras fijadas tras la Primera Guerra Mundial: un golpe de Estado y el conflicto con Gran Bretaña en la Segunda Guerra Mundial, la revolución en 1958, la guerra con Irán entre 1980 y 1988, y un ciclo aparentemente interminable de guerra desde la invasión de Kuwait hasta la invasión estadounidense en 2003 para derrocar a Hussein. En 1991, el establecimiento de la región kurda, bendecida por Occidente, en el Norte y Noreste del país -considerada una partición suave– se plasmó en la Constitución, al tiempo que se estableció el Gobierno regional kurdo. La región presenta los atributos propios de la condición de Estado -control efectivo del territorio, su propio Ejército y autonomía en el plano de las relaciones exteriores- desde hace más de 20 años.
Otros Estados no reflejados por el acuerdo se enfrentan a las tensiones intraterritoriales, como es el caso de Libia y Yemen. Incluso hay quien habla de una futura partición de Arabia Saudí. Sin embargo, ha sido el conflicto árabe-israelí (heredero de otro documento controvertido, la Declaración Balfour de 1917), más que cualquier otro legado de la partición, el que ha definido Oriente Medio y ha hecho de la región un hervidero constante. Cuatro guerras entre Israel y sus vecinos árabes en 1948, 1956, 1967 y 1973 han dejado tras de sí una serie de problemas que permanecen sin resolver a pesar de tratados de paz y negociaciones eternas. Cientos de miles de refugiados palestinos permanecen dispersos entre Líbano, Siria y Jordania; Israel sigue ocupando el Golán sirio y las granjas de Shebaa en el sur de Líbano; y todavía tiene que renunciar a su control sobre los territorios palestinos de Gaza y Cisjordania.
¿Adiós, Sykes-Picot?
Cabe la posibilidad de que sean trazadas en el corto plazo nuevas fronteras, con resultados potencialmente caóticos: podría optarse por una federación, una partición suave o mayores dosis de autonomía que desemboquen en divorcio geográfico, muy particularmente en Estados vulnerables ansiosos por dar cabida a grupos con tales expectativas. Pasos que requerirían desplazamientos de población aún mayores y darían lugar a entidades homogéneas en un incomparable mosaico cultural. Una cosa queda clara: la situación empeora cundo son potencias extranjeras las que imponen las condiciones. Ayer y hoy. Un siglo después de que un acuerdo colonial cincelara la región, el nacionalismo (disfrazado en algunos casos de nostalgia por un califato) de diversos grados entierra sus raíces en países inicialmente definidos por intereses imperiales y comerciales en lugar de por el consenso y la lógica. La pregunta es ahora si ese nacionalismo es más fuerte que fuentes más antiguas de identidad y pertenencia. Y en tal caso, ¿qué nacionalismo? ¿Y a expensas de cuanta sangre de nuevo derramada? ¿Y con qué reconocimiento internacional?
Un siglo después de Sykes-Picot, crisis sucesivas y superpuestas han puesto de manifiesto la poca atención que las potencias coloniales pusieron en construir verdaderos Estados: ni instituciones eficaces, ni sociedades civiles con bases sólidas, economías de mercado mutiladas y Estados de derecho inexistentes. El único pegamento que parece haber mantenido unidos los países fueron líderes autocráticos y paternalistas, gobiernos represivos y cirujanos de hierro. El miedo y la intolerancia. A pesar de la crueldad y la ideología regresiva de grupos como Daesh, la respuesta a diferentes crisis por parte de los diferentes regímenes ha contribuido a recrudecer las tensiones basadas en la identidad. Son en realidad otros factores los que podrían evitar que la región se deshilache, que siga consistiendo en Estados que no son en realidad tales y que siga viéndose constantemente amenazada por la aparición de actores no estatales que recurran a la violencia: buen gobierno, servicios esenciales para todos, seguridad no arbitraria, puestos de trabajo y recursos compartidos de manera equitativa, dignidad e igualdad. Incluso la posibilidad de un futuro de intercambios comerciales y culturales y no de increpaciones y misiles. Ni siquiera democracia, al menos de momento. Pan, libertad y justicia social.
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