¿Cómo abordará el Presidente electo la política estadounidense hacia la zona más convulsa del mundo? He aquí un repaso a las incertidumbres, expectativas y análisis de cómo la victoria de Trump puede afectar de manera específica a algunos de los países de la región.
El periodista Jonathan Alter alegó que todos los nuevos presidentes son como citas a ciegas. Si hay una palabra que defina hoy por hoy los análisis sobre cómo será la política exterior de la Administración capitaneada por Donald Trump en Oriente Medio, esta es “incertidumbre”. Algo que parece claro entre tanta declaración vaga y discordante, además de sensacionalista y compromiso desinformado: uno de los objetivos de Trump será alcanzar un reajuste del orden existente en la región, con un país menos centrado en la protección de los derechos humanos y el ensalzamiento de la democracia (de vuelta a la realpolitik), reacio a cualquier trato con Irán y alineado con Rusia, y al mismo tiempo permisivo con Israel, Egipto y Turquía.
¿El fin de la ‘doctrina Obama’?
Como contraste a los prospectos pesimistas que a todos se nos vinieron automáticamente a la cabeza, cabe en este caso también la posibilidad de que no seamos testigos de cambios radicales en la política de Estados Unidos hacia el vecindario. En primer lugar porque alguno de los principios de Trump no están tan alejados de lo que el propio Obama deseaba: que los Estados se hicieran responsables de sus acciones y que EE UU no se viera obligada a intervenir cada vez que estallara una crisis. Pero sobre todo gracias a los tradicionales controles y equilibrios institucionales que limitan el papel del Comandante en Jefe en el país y en el extranjero. Tal y como hemos podido comprobar con el supuesto de Siria, no son pocas las ocasiones en que distintos departamentos se enfrentan unos contra otros, y es muy probable que sigan haciéndolo.
Los asuntos exteriores fue uno de los dosieres con los que más problemas se topó el presidente Obama a la hora de cambiar el rumbo de las políticas existentes, mientras que con Hilary Clinton muchos en Washington esperaban volver al denominado business as usual. En este sentido, uno de los principales objetivos de líderes y estudiosos consistirá durante los próximos meses en determinar si las relaciones exteriores estarán a cargo de un equipo cercano al propio Presidente electo, enemigo jurado del establishment tradicional también en lo que a este ámbito se refiere, o de lo contrario se verán obligados a interactuar con las instituciones habituales, muy particularmente el Departamento de Estado y los correspondientes Comités en el Senado y Congreso, ahora dominados por los republicanos.
Sin embargo, lo más probable es que la política exterior estadounidense experimente transformaciones varias. Trump ha denunciado en numerosas ocasiones que fue una locura derrocar a dictadores en Irak o Libia (a pesar de que en su momento apoyó ambas intervenciones). Todo apunta a que un discurso más aislacionista de Trump marcará una clara ruptura con un registro claramente intervencionista de Clinton y sus asesores. Trump considera a la región un “atolladero garrafal” con el que EE UU deben tener cuidado de no interferir y, en su caso, mantenerse lo más alejados posible.
Muchos, dentro y fuera del vecindario, darán la bienvenida a esta advertencia del Presidente electo, cansados de la injerencia estadounidense en sus asuntos internos. La campaña de Trump fue liviana en lo que a la enumeración de políticas se refiere, pero si algo nos puede guiar en este sentido es el número de veces en las que el dirigente insistió en su afinidad con Vladímir Putin. Trump incluso sugirió la posibilidad de cooperar con la visión que el Presidente ruso tiene de Oriente Medio, una visión basada en el apoyo a hombres fuertes,habitualmente militares, que impongan sin piedad su poder sobre el pueblo, y asimismo pongan fin a cualquier atisbo de ambición islamista.
Un Estado menos intervencionista pondría en bandeja de plata a otras potencias y actores una oportunidad para llenar el vacío de poder que hoy caracteriza a la región. Una cooperación más estrecha con Moscú podría alentar a los poderes regionales enredados en un juego de suma cero a avivar –e incluso duplicar– los conflictos. Mientras que Barak Obama exhortó a que Arabia Saudí e Irán aprendieran a “compartir” la región, Trump no parece preocuparse por cómo evolucionen los conflictos sectarios en la región: el corolario de su “America First” (América primero) sería algo así como and lastly, the Middle East (y lo último, Oriente Medio). Por si esto fuera poco, la Administración Trump también podría optar por relegar un mayor escrutinio en el ámbito de los derechos humanos que caracterizó al mandato de Obama y consentir así desmanes a la hora de combatir las amenazas terroristas en el Mediterráneo.
Caso por caso
Uno de los países más atentos a las elecciones de 8 de noviembre fue Arabia Saudí, pilar de la política exterior estadounidense y para el orden y seguridad de la región. El rey saudí Salman bin Abdulaziz fue uno de los que felicitaron sin reservas al Presidente electo, y ello a pesar de sus incendiarias declaraciones referentes al islam. Los líderes árabes del Golfo han hecho público en numerosas ocasiones su descontento hacia la postura de Obama –su apoyo a las revueltas contra dictadores árabes, su renuencia a intervenir en la guerra siria, la firma del acuerdo nuclear con Irán–. Sin embargo, y al igual que hizo Obama, Trump se ha referido a las monarquías suníes del Golfo con desdén, e incluso llegó a amenazar con hacer que Riad pague por la protección militar que le otorga Estados Unidos.
Algunos analistas y funcionarios del Golfo creen que el empresario multimillonario podría adoptar un enfoque más bien pragmático en la toma de decisiones. Otros se muestran inquietos ante la imprevisibilidad y posible aislacionismo de Trump. Y es que todo apunta a que son actores como Rusia, Irán, las milicias chiíes en Irak, Siria y Hezbolá los que podrían beneficiarse del vacío de poder que un EE UU aislacionista podría dejar tras de sí en la región. Beneficiarios serían también los propios grupos yihadistas, libres para campar a sus anchas en Yemen o Libia y en posición de avivar la narrativa sectaria antioccidental que les permite seguir captando simpatizantes.
En Turquíatanto medios de comunicación progubernamentales como analistas políticos se han mostrado abiertamente a favor de la figura y posterior elección de Trump: un EE UU menos intervencionista seguramente se mantendrá apartado del patio trasero de Turquía, que no encontrará ya escollo alguno a su deriva autoritaria.
A la lista de líderes autoritarios más que satisfechos con el futuro inquilino de la Casa Blanca se suma el nombre del hombre fuerte de Egipto, el General Abdel Fatá al Sisi, que fue uno de los primeros líderes en felicitar al Presidente electo y en recibir una invitación a la Casa Blanca. Trump podría representar un cambio a mejor en las relaciones bilaterales, tremendamente perjudicadas a partir del golpe de Estado de julio de 2013. En una reciente reunión entre Trump y Al Sisi celebrada en Nueva York, el primero elogió los esfuerzos del segundo en su guerra contra el terrorismo y declaró que, en caso de ser elegido, EE UU sería, no simplemente un aliado, sino de nuevo “un amigo de Egipto”. Así, Al Sisi verá reforzada su situación, tanto a nivel internacional como doméstico, algo que necesita con urgencia en vista de su precaria situación interna –una crisis económica y social que comienza a erosionar su popularidad– y externa –perdida de relevancia regional y diferencias crecientes con Arabia Saudí–. Una cooperación futura entre Trump y Putin podría además facilitar una mayor cooperación entre Egipto y Rusia, un proceso ya iniciado.
Varios líderes republicanos se apresuraron a declarar que la elección de Trump representaba el fin del acuerdo con Irán, que el Presidente electo ha condenado públicamente y sin ambages. Sin embargo, y paradójicamente, bien podría ser una evolución que complazca a la línea más dura de los ayatolás, que podrían recuperar la retórica del Gran Satán. Son precisamente estos últimos los que han recibido con los brazos abiertos la retórica antisaudí de Trump, así como sus buenas relaciones con Putin, sabedores de que Rusia también es uno de sus aliados más fieles. A pesar de que las instancias más altas del régimen iraní parecen haber dado su bendición a un segundo mandato del moderado Hassan Rohaní, un revés en su expediente podría poner en peligro una victoria expedita y sin contestación alguna.
Uno de los comentarios más controvertidos de Trump apuntaba a que Obama había fundado Daesh, haciendo seguramente referencia a que la retirada de las tropas estadounidenses de Irak creó un vacío de poder en el que floreció el grupo terrorista. Asimismo, y sin precisar ningún detalle para garantizar el factor sorpresa, el magnate ha señalado que conocía la manera de acabar con la organización en un mes. Para el presidente Trump, la única prioridad estadounidense en la región consiste en acabar con el autoproclamado Estado Islámico, que representa ya una amenaza tangible para su país. Siguiendo esta línea, ha aceptado el principio, impulsado por Rusia, de que Bashar al Assad representa un baluarte contra el extremismo suní, en lugar de un déspota que a su vez se beneficia de las acciones yihadistas. Así, Trump probablemente permita que el Pentágono concluya la tarea de expulsar al grupo de la ciudad Mosul (siempre y cuando esto no haya ocurrido ya cuando tome posesión del cargo el próximo 20 de enero), sin permitir que su administración adquiera un compromiso sostenido en el vecindario y dejando que sean los propios países –o socios como Rusia– los que lidien con sus conflictos.
El conflicto palestino-israelí como alegoría
Por último, pero no menos importante, Trump nunca ha hecho referencia, al hablar del conflicto entre Israel y Palestina, a la necesidad de reconocer un Estado palestino. Lo más factible es que Benjamin Netanyahu sea el líder más satisfecho con la elección del magnate estadounidense, un representante que por fin deje de presionarle para negociar con sus vecinos o detener la construcción de asentamientos en Cisjordania. David Friedman, uno de los asesores de Trump en el tema, prometió “una relación muy diferente, mucho más positiva, entre Estados Unidos e Israel”.
Varios políticos israelíes no tardaron en presionar públicamente al Presidente electo para que cumpliera su promesa de campaña de reconocer a Jerusalén como capital de Israel, y trasladar allí la embajada estadounidense. Otras figuras políticas fueron más allá, llegando a sugerir que la elección de Trump debería señalar el fin a la solución de dos Estados, y toda aspiración de un futuro Estado palestino. Sin embargo, si Trump efectivamente opta por una postura aislacionista y realista con la que se ha comprometido, esto podría significar que se plantee repensar los términos del apoyo incondicional que EE UU garantiza, muy particularmente en el ámbito financiero, a Israel.
En marcado contraste, los palestinos reaccionaron con esperanza pero pocas expectativas. Son conscientes de que el statu quo actual beneficia a la agenda de la derecha israelí, y que por tanto es poco probable que un futuro Presidente Trump intervenga para frenar la expansión de los asentamientos y la creciente intolerancia hacia cualquier crítica de la ocupación israelí. Puede que sea precisamente esta la única esperanza para Palestina. Hasta ahora, y por mucho que sus autoridades hayan declarado lo contrario, Washington ha permitido que Israel se salga con la suya una y otra vez, algo que los palestinos no podían denunciar. Si Trump se convierte en un mandatario que reconozca lo que Estados Unidos lleva años disimulando, los palestinos tendrían una excusa para armarse de valor y luchar por su causa sin, como ocurría hasta ahora, depender de un aliado externo que continuamente les falle. No hay mal que por bien no venga, afirma el dicho. Sólo queda sentarse y esperar.
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