A pesar de su innegable influencia económica y política en una región convulsa, Arabia Saudí continua sumida en un conflicto sin fin en Yemen, desatendida por socios históricos como Estados Unidos, y sometida a ataques reales dentro de sus fronteras y verbales más allá de las mismas. La Liga Árabe celebrará su próxima cumbre de jefes de Estado y de Gobierno en Amán el próximo 27 de marzo. Teniendo en cuenta que Jordania es uno de los pocos países que mantiene intacta su fidelidad hacia el reino, este encuentro se erige como una cita clave para los dirigentes en Riad. Todo indica que es por este, y otros motivos, que Arabia Saudí ha puesto en marcha dos iniciativas diplomáticas que le permitan consolidar su rol como campeón de la unidad árabe y potencia regional, e incluso global.
Uno de los objetivos prioritarios de Arabia Saudí sigue siendo contrarrestar una creciente influencia iraní en la región, en vista de los acontecimientos relativamente recientes en Siria, donde el régimen de Bashar al Assad se muestra enormemente reforzado gracias a sus socios en Teherán y Moscú. Irak es desde hace años uno de los principales campos de batalla de esta ‘nueva guerra fría’, de tintes existenciales para Riad, que asola Oriente Medio. El 25 de febrero, el ministro de Asuntos Exteriores saudí Adel al Jubeir se presentó por sorpresa en Bagdad, en la primera visita de un dirigente saudí de alto rango a la capital iraquí desde el año 1990, momento en el que los saudíes pusieron fin a toda relación diplomática tras la invasión de Kuwait.
Riad fue en 2003 una de las capitales que mostró con mayor ahínco su indignación vis à vis a la incursión estadounidense en el país árabe, que temía –no sin razón– que podría favorecer a los intereses iraníes, colocando a la mayoría árabe chií en el poder. Durante años, los saudíes se negaron a abrir una embajada en Bagdad para no tener así que reconocer la legitimidad del Gobierno del ex primer ministro chií Nuri al Maliki. Fue gracias a Al Jubeir que un nuevo embajador, Thamer al Sabhan, fuera nombrado en 2014, aunque sólo durara ocho meses en el puesto por sus críticas en las redes sociales hacia las milicias chiíes iraquíes. Bagdad no ha cejado desde entonces en su empeño de impulsar la cooperación bilateral, sin resultados tangibles, al memos hasta hoy.
La visita se centró en la lucha contra el terrorismo, días después de que Bagdad atacara posiciones de Daesh en la provincia de Anbar, cerca de la frontera con Arabia Saudí, y mientras el mundo seguía con atención la liberación del Oeste de Mosul, que según expertos sobre el terreno todavía puede durar semanas. Y es que el reino lleva meses preparándose para la era que vendrá después del Estado Islámico. Por un lado, es consciente de que su enemistad acérrima con Bashar al Assad ya solo puede representar un puntal de su estrategia regional y por otro, sabe que su apoyo a ciertos grupos al comienzo de los enfrentamientos armados le ha reportado una pésima reputación. La reconstrucción de varias poblaciones en Irak podría representar asimismo un terreno fértil para varias compañías saudíes.
La visita fue ensalzada por Washington, que la calificó de “decisiva”, pero criticada por los aliados de Maliki. Parece que los saudíes tienen la esperanza de que una colaboración más estrecha con el Gobierno de Haider al Abadi represente un contrapeso a la influencia iraní en Bagdad. Arabia Saudí pretende así que Irak no forme parte del ‘eje de la resistencia’ en el que ya están Irán, Siria y Hezbollá, o que el país, al menos, se mantenga neutral una vez terminada, formalmente, la guerra contra Daesh. Un objetivo claro en vista de que en los últimos meses ha perdido como aliada a una capital clave como es El Cairo, principalmente como consecuencia de opiniones enfrentadas en referencia al conflicto en Siria. Consciente de la influencia de la comunidad chií en Bagdad, Al Jubeir se mostró poco beligerante y declaró que la postura de Riad es mantenerse equidistante frente a todas las religiones en Irak, sin excepción.
La visita y declaraciones posteriores fueron percibidas como una oportunidad para que Bagdad pueda de manera progresiva gozar de relaciones equilibradas con las dos potencias regionales y así centrarse en las múltiples amenazas que en el terreno de la convivencia presenta el periodo posterior a la victoria en Mosul. Esto en un contexto que en algunos ámbitos se presenta propicio para una cierta relajación de tensiones, con símbolos como un renovado diálogo entre Teherán y Riad para permitir que los peregrinos iraníes vuelvan a viajar este año a la Meca, o la visita del presidente iraní Hassan Rouhani a Kuwait y Omán, socios estratégicos de Arabia Saudí, con el fin de “disipar malentendidos”.
Por su parte, el rey saudí, Salman bin Abdulaziz, se encuentra inmerso en un viaje de un mes por Asia con una comitiva de hasta 1.500 personas, que le ha llevado a Malasia e Indonesia e irá a Brunei, Japón, China y Maldivas. Un objetivo implícito de un periplo de estas características (que también incluirá tiempo para el descanso) sería no alimentar los, cada vez más intensos, rumores sobre la delicada salud del monarca, que cumplió 81 años el pasado 31 de diciembre y ha aparecido en público en muy contadas ocasiones a lo largo de los últimos meses.
Esta gira, primeros pasos en la ‘nueva ruta de la seda’, simboliza uno de los pilares sobre los que se asiente la actual política exterior saudí. Las visitas a Indonesia, Malasia y Brunei reflejan el deseo de Riad de profundizar los lazos entre países de mayoría suní, aliados potenciales en la cruzada contra Irán. Salman se ha reunido con líderes tanto políticos como religiosos, a pesar de las reticencias que la influencia wahabí despierta en todos estos países. Los saudíes llevan meses cortejando a estos Estados para que acepten unirse a su ‘alianza militar islámica’. Una alianza capitaneada por Arabia Saudí y Emiratos Árabes Unidos, una especie de ‘OTAN suní’ o ‘Pacto de Bagdad’ renovado que tiene como propósito oficial luchar contra el terrorismo. Ni Indonesia ni Malasia han aceptado unirse a la misma, pero si que colaboran a nivel técnico, y declaran de manera incondicional su apoyo a la misma. También se han firmado cuantiosos acuerdos en el ámbito cultural, económico y comercial.
En segundo lugar, China y Japón son, junto con Estados Unidos, los principales consumidores mundiales de petróleo saudí, un ámbito en el que la competición con Irán también ha ido in crescendo tras el fin de las sanciones sobre la República Islámica. Arabia Saudí, cuya prioridad declarada es diversificar su economía más allá del crudo, muy particularmente en vista de la caída de los precios a partir de 2014, busca asimismo fortalecer los vínculos económicos con una región que el reino ve como un socio cada vez más valioso. El mercado saudí se abre de manera progresiva a las inversiones extranjeras, que en gran parte podrían provenir de países hoy desdeñados por Estados Unidos.
No es coincidencia que la gira de Salman tenga lugar antes de su esperada visita a Washington para reunirse por primera vez con el presidente Donald Trump. Las reuniones y tratos a lo largo y ancho del continente asiático dejan clara la voluntad de Arabia Saudí de mostrarse reforzada y capaz frente a una Administración con una estrategia impredecible y un futuro incierto en el panorama global. Fue precisamente el progresivo debilitamiento de las relaciones con el Gobierno de Obama lo que impulsó a Riad a acelerar sus esfuerzos para volverse, y sobre todo mostrarte, autosuficiente, profundizando sus alianzas más allá de Occidente. Aunque muchos líderes saudíes acogieron con entusiasmo la elección del actual presidente estadounidense, que desde un primer momento prometió adoptar una estrategia de confrontación con Irán, varias declaraciones de Trump y su equipo en referencia al país y a sus líderes, así como su decidida estrategia de ataque a todo lo referido al islam, hacen dudar a no pocos en el reino de las acciones que en un futuro pueda adoptar la Casa Blanca en la región.
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