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Una nueva guerra fría en el Golfo Arábigo: claves de una crisis que cumple cuatro meses


Arabia Saudí y Emiratos Árabes Unidos, junto con Egipto y Bahréin (el llamado “Cuarteto árabe”), impusieron el pasado 5 de junio un boicot político y económico contra Qatar, al que acusaban de apoyar el terrorismo internacional y traicionar el espíritu del grupo en virtud de sus vínculos con Irán. Kuwait y Omán se refugiaron en una postura tradicional de mediadores imparciales, fracturando así el Consejo de Cooperación del Golfo (CCG) en tres bandos. El 17 de agosto, el ministro de Relaciones Exteriores de los Emiratos Árabes Unidos, Anwar Gargash, twitteó una observación en árabe que resume a la perfección el statu quo imperante: “La crisis de Qatar es un avispero. Sus armas son el dinero y las almas débiles. Es vital reevaluar el alto precio de mercenarios, conciencias y corrales, costosos para el Golfo y la región”. No estamos frente al primer cisma entre los países del Golfo, pero seguramente sí ante el más profundo hasta el momento, que está forzando a que inversores y diplomáticos se replanteen su estrategia frente a la que hasta hace poco parecía el área más cohesionada y estable de Oriente Medio.

Un grupo de cataríes observa el retrato de su emir, Sheikh Tamim Bin Hamad Al Thani, en Doha, el 13 de julio de 2017. (Reuters) 

Lo que, en un primer momento, fueron sanciones diplomáticas y económicas ha ido convirtiéndose en ataques dialécticos y propagandísticos a través de medios afines, en lo que ha venido a reflejar el fracaso de la estrategia del Cuarteto. Han sido numerosos los esfuerzos por parte de algunos países de limitar los efectos de la crisis, conscientes de que su estrategia inicial fue harto agresiva. Aunque esta crisis ha conllevado altos costes para todos los implicados y la región en su conjunto, algunos detallados por un informe de la Agencia Moody’s, Qatar ha demostrado tener capacidad para hacer frente al bloqueo durante mucho tiempo, sin consecuencias de calado para el bienestar y lealtad de sus ciudadanos.

Desde el principio negó la mayor y ha dedicado sus esfuerzos a mejorar sus lazos diplomáticos y comerciales más allá del Golfo, con decisiones destinadas a lograr una mayor independencia económica, como la exención de visados para 80 nacionalidades o la inauguración por todo lo alto del nuevo puerto de Hamad, en Doha. Qatar también ha adoptado medidas que podrían considerarse como reformistas teniendo en cuenta su entorno, como, por ejemplo, otorgar la residencia permanente (y los beneficios que ello conlleva) a algunos de sus no-ciudadanos residentes (equivalente al 90% de su población). La victoria de Qatar también ha tenido lugar en el ámbito propagandístico, gracias a Al Jazeera, medio de comunicación qatarí, presente y reconocido a nivel internacional, como potente instrumento símbolo de la libertad de expresión en una región en la que la censura es la norma. Paradójicamente, un régimen dictatorial como Qatar es ahora percibido como un ejemplo de libertad y lucha contra el autoritarismo.

Los qataríes han demostrado ser mucho más experimentados en el juego de la diplomacia, escudándose en todo momento en su postura abierta al dialogo, con apoyo de gran parte de la comunidad internacional, preocupada por prioridades en otros puntos de la región y el planeta. Tras recibir el pasado mes de mayo a decenas de líderes árabes y musulmanes en una cumbre en honor a Donald Trump, Arabia Saudí y Emiratos Árabes Unidos confiaban en una rápida victoria sobre su vecino. No ha sido el caso: ningún otro país aparte del Cuarteto apoyó incondicionalmente su campaña de desgaste. Sus esfuerzos para aislar a Qatar han servido para poner en bandeja de plata una oportunidad para que otros actores regionales, como Turquía e Irán, vean ampliada su influencia.

Por lo que a los aliados más allá de Oriente Próximo respecta, tanto Estados Unidos como Europa y Rusia velan por sus intereses económicos y estratégicos a ambos lados del conflicto, y desde el primer momento prefirieron seguir la crisis desde la barrera con atención y cautela. El propio Trump, que no dudó en posicionarse claramente contra Qatar, se vio rápidamente atemperado por otros representantes de su Administración, conscientes de la relevancia de la base militar de Al-Udeid y de los contratos de compraventa pendientes con el Emirato. Varios países enviaron a sus ministros para tratar de encontrar una solución a la crisis. Los esfuerzos de mediación en curso para resolver la brecha, liderados por Kuwait y Estados Unidos, no han sido fructíferos. A principios de septiembre, los avances limitados conseguidos en una llamada entre el Emir de Qatar y Mohammed bin Salman (MbS) acabaron en agua de borrajas.

El emir Sheikh Tamim bin Hamad al-Thani de Qatar es recibido por una guardia de honor a su llegada a Etiopía, en abril de 2017. (Reuters)

Neocolonialismo en el Golfo
Arabia Saudí lleva años invirtiendo considerables esfuerzo y recursos en imponer su particular zeitgeist y, en última instancia, su soberanía a lo largo y ancho de toda la península arábiga. El país celebró recientemente su 87º aniversario de independencia, en cuya ocasión el Príncipe Heredero MbS hizo énfasis en la posición influyente del Reinoen el escenario regional e internacional. Muchos en Arabia Saudí consideran que el Reino legitima la propia existencia de sus vecinos, que en realidad no serían más que ciudades-Estado. Por ello ven decisiones en pos de una mayor independencia, como las de Qatar, como rebeliones de sus vástagos (fue el caso de Kuwait cuando decidió abrir Embajada de la Unión Soviética en 1963). Algunos observadores ven la crisis de Qatar como una estrategia para desviar la atención y apoyar el ascenso al poder de MbS. Otros insisten en el papel clave desempeñado por Emiratos Árabes Unidos, partiendo de la base de que es Mohammed bin Zayed, poderoso príncipe heredero de Abu Dhabi, el principal instigador de la crisis.

Las seis monarquías de la Península Arábiga crearon el CCG en 1981 como un frente unificado para garantizar la estabilidad en el Golfo y protegerse entre sí tras la Revolución Iraní, durante la guerra entre Irán e Iraq. La invasión iraquí de Kuwait en 1990, dejó patente tanto la insuficiencia de esa protección contra amenazas externas como las insuficiencias del diseño institucional y toma de decisiones. El CCG sí que ha demostrado, sin embargo, ser un instrumento extremadamente útil a la hora de proteger a sus gobernantes autocráticos contra todo tipo de “amenazas internas” en pos de la estabilidad y la seguridad de la que alardean frente a aliados y enemigos. Las consideraciones ideológicas o de seguridad alegadas por Arabia Saudí y Emiratos Árabes Unidos sirven ante todo para legitimar una crisis diplomática cuyas fuentes son más profundas, que resulta de una rivalidad de larga data por la hegemonía regional. Cada Estado comparte el interés común en defender principios contrarrevolucionarios, pero sirviéndose de instrumentos diferentes. La disputa entre Qatar y el Cuarteto del Golfo representa principalmente - aunque no únicamente - una disputa sobre los fines y medios de sus respectivas políticas exterior y económica.

En una entrevista en el programa de Charlie Rose, el embajador de los Emiratos Árabes Unidos, Yousef Al Otaiba, afirmó que los opositores de Qatar desean “gobiernos más seculares, estables, prósperos, poderosos y fuertes”. La referencia a “gobiernos poderosos y fuertes” en una región autocrática subraya hostilidad hacia cualquier rastro de democracia; la referencia al secularismo, término percibido en la región como antirreligioso, no debe ser entendida como separación entre religión y Estado, sino como cooptación de la religión por el Estado, con fines autoritarios. Lugares como Bahréin, Egipto, Libia y Siria han sido testigos y escenarios de la competencia entre Qatar y sus rivales en el seno del CCG.

Es precisamente con esa mentalidad que una de las estrategias del Cuarteto ha sido intentar remplazar los líderes “incomodos” en Qatar, algo que ya ocurrió (aunque de manera frustrada) en Yemen, y en el propio Qatar en el pasado. Saudíes y compañía han encontrado a un oscuro jeque qatarí, el jeque Abdullah ibn Ali ibn Jassem al-Thani, con conexiones comerciales y vínculos matrimoniales con Arabia Saudí, para perseguir la vieja estrategia de crear un liderazgo alternativo, sí, Tamim bin Hamad al-Thani, el emir De Qatar, no ceja en su desafío. La prensa saudí lo ha publicitado como el heredero de una rama de la familia en el poder, derrocada en 1972, una autoridad con sentido común dispuesta a negociar con el rey saudí y salvar la peregrinación de sus futuros súbditos. Una conferencia para la seguridad y estabilidad global de Qatar tuvo lugar en Londres el 14 de septiembre, con el objetivo de demostrar al mundo la necesidad de un nuevo liderazgo para el Emirato. Los ciudadanos qataríes se lanzaron a las redes sociales para renovar su fidelidad al Emir, dejando claro que de momento no hay alternativa en forma de golpe.

Donald Trump y su esposa Melania son recibidos por el rey Salman bin Abdulaziz al-Saud de Arabia Saudí durante la inauguración de un nuevo Centro contra el Pensamiento Extremista en Riad, el 21 de mayo de 2017. (Reuters)

El baile de sillas de alianzas regionales
La crisis del Golfo ha arrojado luz sobre una nueva fractura, una nueva guerra fría en Oriente Próximo más allá de la que enfrenta a Arabia Saudí e Irán. Un conflicto que presenta las mismas características del enfrentamiento entre Arabia Saudí y el Egipto de Nasser en los años 60. Una cada vez más acusada flexibilidad en las alianzas regionales ha impedido la marginación completa de Qatar. El emborronamiento de las fallas sectarias se ve simbolizado por la decisión de Qatar de hacer volver a su embajador ante Irán, recompensado por una mayor influencia en la última ronda de las conversaciones de paz de Astana. Qatar es el segundo país sunní en relajar tensiones con Irán, siguiendo así los pasos de Turquía. Esta reorganización comienza a abrir los ojos de otros actores del Golfo, obligado en un futuro no tan lejano a mostrarse menos monolítico frente al refuerzo del eje chií tras el fin de las guerras en Irak y Siria, su mayor amenaza dentro de la narrativa confesional en la que se ha visto inmerso durante años.

Aunque hablar de reconciliación entre los dos protagonistas de la “Guerra Fría de Oriente Próximo” representa una entelequia y una afirmación aventurada, estas últimas semanas se han visto marcadas por rumores de relajación entre Riad y Teherán. El ministro iraquí del Interior Qasim al-Araji declaró que funcionarios saudíes habían pedido a su gobierno que les ayudara a acercar posturas con Teherán. En su mensaje con ocasión del Hajj, el líder supremo iraní Ayatola Ali Jamenei, no mencionó, por primera vez al régimen de Arabia Saudí. Lo cierto es que Arabia Saudí no tiene ninguna intención de hacer ondear la bandera blanca frente a los ayatolás y ceder en sus reivindicaciones de influencia regional, pero una guerra sin cuartel no ha demostrado ser hasta el momento una estrategia fructuosa para los Saud. Tanto Riad como Abu Dhabi hacen énfasis en que hoy por hoy que el problema son los ayatolás, no los chiíes.

Es esta la argumentación al origen del acercamiento entre Riad y Bagdad, simbolizado por la visita del clérigo chií iraquí Muqtada al Sadr, “más allá de las diferencias sectarias”, salvo en lo que a luchar contra la expansión iraní en la región se refiere. Arabia Saudí y Emiratos llevan meses retirándose progresivamente de la arena siria, tanto sobre el terreno como en lo concerniente a la mesa de negociaciones: han aceptado, aunque a regañadientes, la victoria de Assad y sus aliados iraníes, centrando su atención en el país vecino, dónde la transición post-Daesh presenta multitud de oportunidades en el ámbito geopolítico y económico. Sadr, al igual que otros dirigentes iraquíes, es consciente de que su país está en posición de postularse como mediador idóneo entre la República Islámica y los países del Golfo. Iraq, por su parte, da la bienvenida a cualquier muestra que les permita incrementar su popularidad entre otros países árabes, y así desacreditar cualquier acusación que apunte a una agenda sectaria.

Resulta, a día de hoy, apresurado hablar de una reconfiguración definitiva de la geopolítica regional. A pesar del evidente acercamiento entre Qatar e Irán y de que no es el primer (ni será probablemente el último) enfrentamiento entre el emirato y sus vecinos, éste lleva décadas perteneciendo a la esfera del Golfo. Sus posiciones están alineadas con las del resto de países en relación con un número clave de conflictos y prioridades en Oriente Próximo. No hay posiciones políticas de principios involucradas en estas alianzas, siendo mucho más lo que los une que lo que los separa. Tienen sistemas económicos y políticos de características similares, controlados en gran parte por dinastías familiares y clanes religiosos, y están plenamente integrados en el sistema regional que Estados Unidos diseñó en su momento para estabilizar la región. La propia reputación y viabilidad del CCG han sido puestos en peligro, lo que representa un problema para la comunidad internacional, que recurre a la institución como voz única en casos de crisis o dudas sobre los pasos a seguir.

El líder chií iraquí Muqtada al-Sadr es recibido por el príncipe heredero saudí Mohammed bin Salman en Yedda, en julio de 2017. (Reuters)
Perspectivas a corto y medio plazo
El órdago del Cuarteto fracasó, y el primer paso de sus miembros en este sentido fue reconocer implícitamente que nunca iban a conseguir todo lo que pretendían, reduciendo el número de demandas de trece a seis. Estas últimas, mucho menos precisas, y manteniendo abierta una ventana de negociación, lo que les obligará en el medio plazo no a ceder, sino más bien a ser realistas e identificar qué es lo que de verdad pueden y necesitan alcanzar. Qatar, por su parte, podría congratularse por la “victoria” de forma discreta e implementar algunas reformas que podrían resultar positivas dentro y fuera de sus fronteras, como, por ejemplo, alinear las versiones en árabe e inglés de Al Jazeera o mejorar su sistema de vigilancia de transacciones que puedan tener beneficiarios sospechosos.

Aunque la opacidad de las intrigas palaciegas y las dosis de información falsa que inundan la red dificultan cualquier interpretación fidedigna de la crisis, la forma en que evolucionen los acontecimientos puede decirnos mucho acerca de las nuevas normas de injerencia y relaciones en la región. Esta crisis cuestiona la lectura que hasta ahora se ha hecho de los conflictos en Oriente Medio, centrada en analizar la dinámica regional a través del filtro del enfrentamiento entre chiíes y sunníes. La crisis de Qatar representa un punto de inflexión para las pequeñas monarquías del Golfo, y, permite asomarnos a lo que podría ser el futuro geopolítico de la Península Arábiga, particularmente si tenemos en cuenta que los líderes de Kuwait y Omán, miembros del CCG que se oponen al boicot, son ya mayores y se enfrentan a una sucesión no tan certera.


El ultimátum de junio tenía como última pretensión que Qatar abandonara cualquier pretexto de soberanía y se inclinara ante los dictados del CCG, tanto dentro como fuera de sus fronteras. La comunidad internacional fue testigo del nivel de amenaza para intentarforzar el alineamiento total de políticas con saudíes y emiratíes, cuyas consecuencias no se han hecho sentir (afortunadamente, dirán algunos).

Todo indica a que esta crisis será larga, pero no eterna ni marcada por una escalada de tensiones. Los emiratíes no impondrán sanciones significativas, conscientes de que los cataríes continúan haciendo llegar a su territorio millones de litros de gas al día, a través del oleoducto Dolphin, a precios por debajo del mercado. Los saudíes tampoco parecen dispuestos a agravar un problema exterior, ensimismados en sus disyuntivas domésticas y el lodazal de Yemen, del que son incapaces de librarse con un mínimo de dignidad, aunque nunca se sabe con un Príncipe Heredero tildado de impulsivo e impaciente en Riad. La estrategia, se centrará ahora en retornar a un 'détente' similar a la de 2014, a la espera de que Qatar adopte decisiones cosméticas que permitan que sus antiguos aliados salgan bien parados y guarden las apariencias. Esto no resolverá, sin embargo, el problema de fondo que augura renovados enfrentamientos la próxima vez que un estado quiera ver reafirmada su autoridad o desvíe la atención de sus ciudadanos. Los países del Golfo deberían, sin embargo, que tener cuidado en no crear un hervidero de múltiples capas al enmascarar y apilonar problemas en vez de ponerles solución.

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