Unas elecciones que tuvieron lugar el 25 de mayo representaron una aplastante victoria para Europa. Y no, no se trata de las elecciones al Parlamento Europeo, sino de la primera vuelta de las elecciones presidenciales en Ucrania en las que Petro Poroshenko, sin duda el candidato más pro establishment, se declaró vencedor al haber recibido el apoyo de más del 55 por ciento de la población del país.
Gran parte de la campaña de Poroshenko se basó en esas aspiraciones europeas que inspiraron a los jóvenes que durante semanas ocuparon la plaza Maidan de Kiev. La noche en la que todos los medios mostraban una y otra vez su imagen, se reiteró en ese objetivo de integración futura. Su intención no era sólo “poner fin a la guerra y al caos” que están desgarrando el país, sino también “traer a los valores europeos” a su país. Hace ya 25 años, concretamente el 4 de junio de 1989, fueron otros comicios, esta vez en una Polonia todavía comunista, los que representaron una victoria histórica para Europa y sus valores: la llegada al poder de un gobierno no comunista por primera vez desde la Segunda Guerra Mundial auguraba un futuro en el seno de la Comunidad de la bandera azul de las doce estrellas.
Las elecciones al Parlamento Europeo cuyos resultados también se anunciaron el 25 de mayo apuntaron sin embargo en un sentido bien diferente. Los ucranianos de hoy, los polacos hastiados de la Unión Soviéticade hace años y los ciudadanos europeos se enfrentaban/enfrentan a graves problemas económicos, entre otras amenazas de calado no desdeñable. Quizás la diferencia más marcada radique en el hecho de que mientras polacos y ucranianos ansiaban alcanzar un cierta normalidad, los europeos de hoy en día dan la normalidad por sentada, o incluso consideran que esa normalidad se ve hoy puesta en entredicho por amenazas externas que se han ido infiltrando de mano de la Unión Europea, sus sucesivas ampliaciones y numerosas disfunciones. Y es precisamente esta mentalidad de la que se han alimentado los denominados partidos euroescépticos.
Millones de franceses votaron por el Frente Nacional de Marine Le Pen, un partido de claros tintes xenófobos. Unos días antes, millones de votantes británicos también se decantaron por el Partido Unido de la Independencia (UKIP), partido conocido por su vociferante discurso antieuropeo y también caracterizado por tener a su cabeza un líder carismático, Nigel Farage. Siguieron un camino similar un simbólico número de holandeses, daneses, italianos, austriacos y húngaros. Mientras los ucranianos dejaban clara su intención de recuperar los “valores europeos”, los partidos de extrema derecha europea clamaban por una postura peligrosamente cercana a la del hombre que simboliza todo a lo que polacos y ucranianos han tratado de escapar: la manipulación mediática, el desprecio por las fronteras y el Estado de Derecho. De hecho, y durante un reciente viaje a Moscú, Marine Le Pen declaró su admiración por el presidente ruso Vladimir Putin y su “patriotismo”. Farage también ha citado a Putin entre los líderes mundial que admira. ¿Se convertirá la Unión, tras la irrupción de estos partidos y en el largo plazo, en una suerte de Rusia atemperada?
Lo primero y más importante es que estos partidos no cuentan con los escaños suficientes para impedir que el Parlamento Europeo siga participando como antes en el procedimiento legislativo – ordinario y extraordinario – previsto por los tratados. En principio, por lo tanto, el status actual no debería verse amenazado. Pero en el Parlamento Europeo juegan muchos factores, y la presión simbólica que estos políticos pueden ejercer en Comités y Plenos ya empieza a ser tenida en cuenta por funcionarios en Bruselas y analistas a lo largo y ancho del continente.
Dada la posición dominante de Alemania en la economía europea y el consenso general en Alemania de que el gobierno de Angela Merkel está en el buen camino, no parece probable que las elecciones al Parlamento Europeo vayan a tener un impacto profundo en las decisiones críticas que con respecto al euro se tomarán en el corto plazo. La Unión Económica y Monetaria seguirá pues siendo erigida – aunque con tintes descafeinados – a base de decisiones sonsacadas a última hora de la madrugada, concesiones impuestas al más debil y trompicones que los titulares no se cansan de subrayar. Una evolución bien distinta de la que el paso del tiempo podría deparar a otros dos tipos políticas de la UE: políticas extremadamente polémicas como es el caso de la política de inmigración, o políticas que en la mayoría de casos pasan desapercibidas para los ciudadanos de la UE, respecto de las cuales no son pocos los expertos que llevan años protestando un cierto exceso de actividad legislativa que ha llevado a la aprobación de reglamentos – podría decirse absurdos – como el referente al cuidado de los animales en los zoológicos. Todo indica a que tanto los partidos euroescepticos como los propios Estados miembros y sus representantes permitirán – seguramente por omisión – que se ponga en marcha un proceso de descentralización de competencias en varios campos.
Uno de los ámbitos más en peligro en estos momentos parece ser el social. Ninguno de los partidos mayoritarios en el Parlamento Europeo – Socialistas y Demócratas (S&D) y Partido Popular Europeo (PPE) – cuenta con los suficientes escaños como para conseguir por si solos – ni siquiera aliándose el PPE con los Liberales (ALDE), como ocurría a menudo en la anterior legislatura – que se adopten en el Seno del PE iniciativas legislativas por mayoría simple. Socialistas y Populares – y en ocasiones otros grupos – deberán por lo tanto aunar fuerzas– en una suerte de gran coalición a la alemana – a la hora de votar en el Pleno de Estrasburgo. Y uno de los campos en los que estas dos fuerzas se encuentran más a las antípodas la una de la otra se refiere a todas luces a la política social y de empleo. En este mismo sentido, otras políticas diseñadas sobre la base del principio de solidaridad entre los Estados miembros también se irán situando en el punto de mira: política de cohesión, política agrícola común… Y qué decir de la compleción aún lejana del mercado interior, que políticos de norte a sur y de este a oeste han criticado con sarna como causa de la perdida de competividad de sus respectivos países.
En lo que a política exterior se refiere, todo apunta a que la Unión seguirá sin dotarse durante este próximo lustro de una verdadera política exterior y de seguridad común. A pesar de que la manera en la que se ha manejado la crisis de Ucrania ha sido alabada por algunos autores (como es el caso de José Ignacio Torreblanca), no es menos cierto que la UE dió algunos pasos en falso antes de la cumbre de Vilnius de noviembre de 2013. Es también una realidad que la UE se ha mostrado cuanto menos débil ante la situación en Siria, y que incluso ha perdido algo de relevancia en todo lo relacionado con las negociaciones sobre el dossier nuclear iraní. No parece que en un panorama en el que la música de fondo esté compuesta por exaltados que claman por la repatriación de poderes y la necesidad de “menos UE”, se atreva esta última a avanzar en el fortalecimiento del anteriormente llamado segundo pilar.
El Acuerdo de Schengen – en un principio un tratado intergubernamental firmado en 1985 comunitarizado años después por el Tratado de Amsterdam – ya estuvo en el punto de mira en los meses posteriores a la “Primavera Árabe”, de la que millones de ciudadanos del Norte de Africa huyeron despavoridos con el fin de alcanzar por cualquier medio las costas mediterráneas de sus vecinos del norte, en las que el sol siempre parece brillar en mayor medida. Un envalentonado Nicholas Sarkozy – en lo que no sería su primer acto tildado de “xenófobo” – impuso unilateralmente – siendo después reprimendado por las instituciones – restricciones en su frontera con Italia a la libre circulación de personas entre Estados miembros de la UE, una de las cuatro libertades fundamentales (libertad de circulación de bienes, personas, servicios y capitales) que aún hoy en día se erigen como uno de las pilares de la propia Unión. Marine Le Pen, Geert Wilders y el resto de líderes euroescépticos se han posicionado claramente en contra de estas fronteras porosas e imaginarias respecto de las cuales los Estados miembros han perdido casi todo control y por las cuales se introducen en los respectivos bastiones amenazas que adoptan un sinnúmero de formas, pero que sobre todo vienen simbolizadas por la figura del inmigrante (ya sea ésta legal o ilegal), el chivo expiatorio por excelencia del siglo XXI en Europa. No sería de extrañar que a base de excepciones llevadas al extremo y violaciones del Derecho de la UE no castigadas con la suficiente mano dura, se vaya consiguiendo poco a poco desmantelar el espacio Schengen. En relación con esta amenaza, ni que decir tiene que no ha llegado – ni llegará en lustros- el momento de que se debata en serio la adhesión de Turquía, un hecho que todo el mundo da por sentado en Bruselas.
Los resultados de las elecciones europeas analizados desde el punto de vista de cada Estado miembro no representan tampoco un buen augurio para los líderes que tomarán las riendas de la Unión. La crisis política a la que Francia, país que desde los inicios ha impulsado sobremanera el proceso de integración europea, se enfrenta podría también debilitar a la propia UE. Marine Le Pen, en su discurso de la victoria de 25 de mayo, exigió la convocatoria de elecciones anticipadas en el país galo. Sus demandas no se vieron satisfechas, pero los resultados si que han puesto de relieve que gran parte de los ciudadanos franceses están tremendamente descontentos no solo con sus lideres actuales – en especial con un Hollande que dos años atrás prometió poner la Unión patas arriba – sino con cómo su país ha sido manejado durante los últimos años. Si el perfil político de Francia en el Consejo Europeo iba pasando cada vez más desapercibido – y el de Alemania iba adquiriendo relevancia de forma proporcional – los resultados de los comicios europeos no han hecho sino recordar a sus líderes que Europa es parte vital de la identidad francesa, pero que esta identidad – y sin duda el bienestar que todos los ciudadanos europeos daban hasta hoy por sentado – está siendo puesta en entredicho y necesita ser redefinida. Desde el interior de cada Estado miembro.
El palabro “BREXIT” ya ha pasado a formar parte del argot comunitario. El referéndum por medio del que los británicos decidirá si desean permanecer en la Unión Europea es ya un hecho, y la victoria del UKIP de Farage no ha hecho sino subrayar la impaciencia de muchos de ellos por que llegue este momento. El mero concepto de “coste de la no Europa” – puesto en circulación en los 80 y recuperado por el Parlamento Europeo para demostrar el dinero que la Unión pierde al no haber sido completado el proceso de integración – ya explica por si mismo los inconvenientes de que Reino Unido abandone la Unión. Pero también habría que tener en cuenta el aspecto psicológico de esta operación, en virtud de la cual un país de estatus ad hoc en la UE – no es un Estado miembro de la eurozona y ha conseguido a lo largo de las décadas ir arrancando algunos opt-outs y privilegios – abandonaría la organización en términos que todavía no están claros para nadie – ni siquiera para el propio David Cameron. ¿Acaso no sería mejor para todos tener a un familiar continuamente descontento – que obliga a todos sus socios a replantearse continuamente sus decisiones – que un enemigo a las puertas cuya historia y economía no cesarán de estar indisolublemente unidas a las del continente?
Y, por último, el auge de los partidos extremistas puede poner en riesgo la propia credibilidad y fundamentos de la Unión Europea. Muchos europeos no entienden ya qué es lo que la Unión les reporta, cuál es esa Unión Europea por la que deberían sufrir y luchar, ante la que sus líderes se ven obligados a arrodillarse, que no parece solucionar sus problemas sino empeorarlos, y por la que pululan sin cortapisas individuos que en cualquier momento podrían irrumpir y mermar el estatus que se han ganado por el mero hecho de ser europeos. “Europeos si, ¿pero con qué fin?” es la pregunta que parece girar sin pausa en la mente de millones de ciudadanos. La crisis financiera y económica que en 2010 llevó a la propia Unión y a sus instituciones al borde del abismo nos hizo despertar a la realidad más allá de nuestras fronteras, en la que no puede darse por sentado ni la prosperidad ni la seguridad, ni siquiera la supervivencia. Tras las elecciones de 22 a 25 de mayo de 2014, son nuestros líderes los que están siendo despabilados, ante la amenaza de ser destronados y expulsados de las cómodas jaulas de oro que la Unión ha ayudado a forjar a su medida. Estos últimos años nos han recordado que no conviene olvidar el poder de un espacio público, en concreto de una plaza, de Tahrir a Maidan. Hoy, ante la rabia contenida de ciudadanos temerosos de que sus hijos vivan en peores condiciones que sus antepasados, no podemos olvidar el poder de las urnas, y la oportunidad que para todos representan éstas de esbozar juntos un nuevo futuro capaz – de nuevo – de hacernos soñar con un futuro común como europeos.
Este artículo fue publicado en Miradas de Internacional el 18 de junio de 2014.
Comments
Post a Comment