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Túnez, ataque al corazón del excepcionalismo árabe

El 18 de marzo Occidente volvió a contener la respiración ante una masacre perpetrada en Oriente Medio. Un baño de sangre cuya autoría, al contrario de lo ocurrido con los acontecimientos en sí, no ha sorprendido a nadie. Daesh (el mal llamado Estado Islámico) vuelve a erigirse como la pesadilla que golpe a golpe nos despierta a todos del sueño de complacencia en el que caímos cuando abandonamos la región a su propia suerte.
Esta vez los yihadistas seleccionaron deliberadamente el emplazamiento del ataque: Túnez, la única democracia digna de tal denominación en el mundo árabe. Bautizado en 2014 como “país del año” por The Economist. La expepción a las decepciones que la “Primavera Árabe” ha ido dejandon tras de sí. El ataque tenía como objetivo el corazón de la sociedad más avanzada del Norte de África: un grupo de turistas (podría decirse que se trata del “petróleo de Túnez”: 9% de su PIB) en un refugio de la cultura e Historia símbolo de cosmopolitismo -como el que Daesh barbarizó en Mosul-, junto a un Parlamento -sede de una aún frágil democracia- a punto de aprobar una draconiana ley antiterrorista, frente a una plaza clave para la “Revolución del Jazmín”. El comunicado en el que Daesh reivindicó el atentado dejaba claro que el ataque tenía un único culpable: la tradición secularista del país, convertido por sus líderes en un “hervidero de agnosticismo y el libertinaje.” Un ataque que tenía como blanco la economía, la democracia, el compromiso político y la eventualidad misma de que una nación árabe prospere. Un ataque que pone de relieve tanto los retos inmediatos como los dilemas pendientes del país norafricano. Un ataque que hasta cierto punto era inevitable.
Aquellos que organizaron el atentado eran perfectamente conscientes de las dos consecuencias inmediatas que el mismo podía tener. En primer lugar, servir en bandeja de plata a las elites más recalcitrantes el pretexto perfecto para implementar sus políticas más represivas y autoritarias. Ello pondría en última instancia en peligro el desarrollo de una más que dinámica y exigente sociedad civil en nombre de la seguridad y la estabilidad. Tendencia observada en 2002 tras los acontecimientos en la isla de Djerba. Y, tal y como está ocurriendo en Egipto, conseguir revertir la marea del progreso y avivar un caldo de cultivo idóneo para la radicalización. La democracia es la vía más rápida y efectiva de que una sociedad acabe suscribiendo el certificado de defunción -o al menos de irrelevancia- del terrorismo. No es otra la razón por la que los yihadistas hacen todo lo posible por achantar cualquier atisbo de  libertad.
Paradójicamente, Túnez es al mismo tiempo el país más democrático del mundo árabe y el país del que ha partido el mayor número de yihadistas -se estima que más de 3.000- con dirección Siria e Iraq -y Libia- para unirse a Daesh. Datos que reconocen con sofoco las propias autoridades, que estiman que ya han regresado alrededor de 500 militantes. No hay duda de que en Túnez el extremismo no es un problema heredado o contagiado, y el número de altercados en estos cuatro años así lo confirma. Factores como una creciente desafección ciudadana, una economía excesivamente dependiente de Europa, una altísima tasa de desempleo estructural y una desigualdad abismal entre costa urbanita e interior rural han dejado tras de sí un importante número de jóvenes sin oficio ni beneficio. Jóvenes que no tienen ya excusa para echarse a la calle o prenderse fuego a sí mismos como hicieron Mohammed Bouazizi y otros compatriotas. Tampoco ayuda la insuficiente preparación de las fuerzas de seguridad. A ello se añade una creciente radicalización en las mezquitas, exacerbada tras la revolución. Con el fin de la dictadura de Ben Ali, grandes dosis de libertad religiosa y laxitud institucional dieron alas a numerosas corrientes islamistas. Ese fue el caso tanto de islamistas moderados -Ennahda, el partido antiguamente en el poder-. Pero también de ramas más extremistas como los salafistas, que desde el primer momento se atribuyeron la autoría de numerosos ataques a pequeña escala que tenían como fin descarrilar la transición, como asesinatos políticos y asaltos a exposiciones y bares.
La geografía no hace sino empeorar la ecuación, y deja a Túnez entre la espada de una Libia sumida en una guerra civil de mil frentes -dos de los atacantes fueron entrenados allí- y la pared de una Argelia en la que la inseguridad también se está convirtiendo en la norma. Así, las regiones subdesarrolladas del interior  sobreviven sobre todo gracias al mercado negro -en numerosas ocasiones de militantes, armas y droga- desde o hacia Libia.
El ataque también podría tener como resultado apocar y desincentivar a la comunidad internacional que, consciente de los titánicos esfuerzos del país, se ha volcado con las autoridades y no ha cejado de reafirmar su compromiso con una transición democrática que ha maravillado a muchos, pero que aún necesita verse consolidada desde el punto de vista securitario, económico y social. La reciente Conferencia de Inversión y Emprendimiento celebrada el 5 pasado de marzo dio muestra de la buena marcha del país, y en ella quedó patente el interés de sector público y privado extranjeros en el país.
La revolución tunecina fue esencialmente pacífica, pero también tuvo que enfrentarse a no desdeñables baches en el camino. Y aunque algunos de ellos sigan más vigentes que nunca, la experiencia nos demuestra que se trata de ataques como el del pasado miércoles los que hacen que los islamistas pierdan terreno entre la población  y fortalecen a las fuerzas laicas, tal y como ocurrió tras los asesinatos políticos de 2013. Puede que asesinar a un puñado de turistas sirva a Daesh para paralizar el turismo y ralentizar la economía, pero -como la reacción posterior ha dejado bien claro- estos actos de barbarie no hacen sino alienar a todos los sectores de la sociedad tunecina. Una sociedad que no ha dudado en pedir explicaciones y echarse a las calles cada vez que sus líderes no cumplían con aquello con lo que se comprometieron tras el levantamiento.
Precisamente los representantes del laicismo más arraigado se declararon vencedores de las últimas elecciones legislativas y presidenciales, y quizás no sea tanta casualidad que el nuevo Primer Ministro hubiese desempeñado con anterioridad el puesto de Ministro de Interior. Esa postura popular tan arraigada en la templanza y el compromiso ha ido convirtiendo a Ennahda en un partido pragmático que acepta seguir las reglas de la democracia: renunció a imponer la Sharia en la Constitución más avanzada de la región y hoy gestiona los asuntos del país entre bambalinas en un pseudo-gobierno de unidad nacional con el laico Nida Tunis, despejando así toda duda en torno al retorno del antiguo régimen.

El pueblo se posicionó contra el islamismo más moderado urnas mediante. Es muy probable que Daesh consiga que lo vuelva a hacer, y que los tunecinos vuelvan a demostrar que no se amedrentan frente al islamismo más salvaje. La comunidad internacional, que tantos errores ha cometido en el pasado en relación con la vecindad, no debería permitirse perder ésto de vista ni un sólo momento. “Nadie puede aterrorizar a toda una nación, a menos que todos nosotros seamos sus cómplices”, dijo el  periodista norteamericano Edward R. Murrow. Un primer paso más que positivo es el que no se haya renunciado a celebrar en Túnez el Foro Social Mundial esta misma semana. Quedan muchos más en el horizonte.

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