2017 representa un año clave, aunque con significados radicalmente distintos para palestinos e israelíes: marca el 50 aniversario de la Guerra de los Seis Días de 1967, el 50 aniversario del inicio de la colonización de Cisjordania. Marca también, aunque pocos líderes hoy incluyan tal mención en sus narrativas, los 100 años de la Declaración Balfour en la que el Gobierno británico decidía apoyar la creación de un hogar judío en Palestina, a pesar de las promesas hechas al Jerife de la Meca Husayn ibn Alí que lideraría la revuelta árabe contra el Imperio Otomano.
Este 2017 es también el año que la Knesset (parlamento israelí) plasmó en un texto legal una serie de acciones contrarias a toda legalidad internacional. El pasado 6 de febrero fue aprobada la Ley de Regularización de Asentamientos, que da cobertura legal a varios de entre los denominados outposts (asentamientos sin aprobación israelí) y autoriza la expropiación de territorio confiscado a particulares palestinos. Los propietarios no podrán recuperar su terreno mientras no medie resolución diplomática que se pronuncie sobre el estatus de los territorios. El lenguaje que se utiliza en este sentido se erige de hecho en una de las armas más poderosas del conflicto: estos territorios están en disputa de acuerdo con la narrativa oficial israelí, bajo ocupación ilegal según el Derecho Internacional.
Esta propiedad privada se ha ido decomisando estas últimas cinco décadas en nombre de la seguridad del Estado de Israel. Las vallas y alambradas que separan a colonos y palestinos y crean dos realidades paralelas se conservan y modernizan, financiadas por los sucesivos gobiernos israelíes y generosos donantes que a lo largo y ancho del planeta se adhieren a la causa del “Gran Israel”. Al igual que ocurrió con las primeras incursiones de comunidades judías en territorio del antiguo mandato de Palestina, desde el momento en el que se crearon los primeros asentamientos, responsables y autoridades eran conscientes de que se adentraban en un limbo legal. El quid consistía, y consiste, en fijar hechos sobre el terreno, realidades sobre las que se asienta gran parte del discurso en los despachos de Tel Aviv. Muchos de estos outposts corrían peligro de ser derribados, mientras que ahora lo más probable es que sean ampliados. Se han erigido asentamientos con todas las comodidades y lujos de los que no gozan los palestinos en derredor, atentando no sólo contra el Derecho Internacional, sino contra el principio básico de igualdad y dignidad que en principio gobierna el Estado de derecho israelí.
No es casualidad que la Ley de Regularización fuera aprobada pocos días después de que 40 familias de colonos fueran expulsadas del asentamiento de Amona, que durante semanas e incluso meses ha dominado los titulares israelíes. Al contrario que otros asentamientos que únicamente violan el Derecho Internacional, el de Amona fue erigido contraviniendo la propia legislación israelí, motivo por el cual la Corte Suprema ordenó su desalojo y demolición. Sus residentes y defensores alegaban desconocimiento y buena fe, motivo por el que el Gobierno decidió destinar cuantiosos fondos al realojamiento de los primeros a pocos kilómetros de distancia. La Ley de Regularización, dicen, pretende evitar que se vuelvan a cometer injusticias contra ciudadanos israelíes, y que al mismo tiempo se compense a los palestinos que en su momento pudieran tener derecho a reclamar el terreno para sí. Unos terrenos, un territorio, que, de acuerdo con los textos internacionales, pertenece al pueblo palestino sin los medios legales a su alcance para defender sus tierras, y representa la columna vertebral sobre la que erigir un futuro Estado. Un riesgo añadido de la ley en cuestión es que prevé que los palestinos cuyo terreno sea expropiado reciban un área alternativa, lo que podría progresivamente difuminar las fronteras fijadas en 1967, ya que gran parte de los outposts están estratégicamente diseminado a lo largo y ancho del territorio de Cisjordania.
Amona está en boca de todos, pero el verdadero símbolo bien podría ser la colonia de Beit-El, creada hace 40 años a pocos kilómetros de Ramala, causa que defiende públicamente David Friedman, el futuro Embajador americano ante Israel, o que el propio Donald Trump financió en su época de magnate. La llegada de Trump a la Casa Blanca ha envalentonado a las autoridades israelíes, que en estas semanas han dejado clara su determinación de acelerar la actividad colonizadora, anunciado la construcción de nuevos asentamientos y el levantamiento de restricciones sobre su construcción. Esto último a pesar de la cacareada reciente declaración de la Casa Blanca que afirma que, aunque los asentamientos no representen un impedimento para la paz, puede que la construcción de asentamientos no ayude a alcanzar ese objetivo. Esta formulación no representa sino un retroceso de la postura de anteriores Administraciones, plasmada en las últimas acciones de la Administración Obama con relación al dossier, la abstención ante la Resolución 2334 del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas y el consiguiente discurso del antiguo Secretario de Estado John Kerry. El propio Kerry lo dejó claro aquel 23 de diciembre de 2016: la construcción de asentamientos, y los asentamientos hoy existentes, hacen inviable la existencia de cualquier futuro Estado palestino.
La aprobación de la Ley de Regularización poco tiene que ver con la necesidad de regularizar y solucionar disputas sobre la propiedad de unos cuantos metros cuadrados: simboliza el status quo actual y, muy particularmente, la evolución de la agenda política en Israel, hoy por hoy completamente secuestrada por los colonos y sus valedores. El propio Benyamin Netanyahu se oponía desde un primer momento a la ley, y de hecho no estuvo presente en la votación de retorno de un viaje oficial a Londres. El Primer Ministro es consciente, muy particularmente, de la repercusión internacional de tal decisión, ya que Israel podría ser incluso llevada ante la Corte Penal Internacional. Pero Bibi, desacreditado por constantes escándalos de corrupción y críticas de lado y otro del espectro político, se encuentra hoy más que nunca en manos de su principal socio de coalición, el líder del partido Hogar Judío, Naftali Bennett, y los suyos, cuyo objetivo declarado es anexionar el Área C, que representa 61% del total de Cisjordania (que ellos denominan “Judea y Samaria”), empezando por el Este de Jerusalén, capital compartida y pilar del Gran Israel que se perfila como objetivo último del aumento de la derecha israelí.
Tal y como adelantó el Fiscal General Avichai Mandelblit, y al igual que lo ocurrido en el caso de Amona, así como en más de una ocasión en las últimas décadas en lo que a los derechos de los ciudadanos árabes israelíes y los palestinos respecta, la Corte Suprema muy probablemente intervenga para declarar no válida parte o toda la legislación, inconstitucional por contraria a la Ley Básica del país (Israel no tiene Carta Magna per se). Sin embargo, gran parte del daño ya está hecho. Los políticos y el Ejecutivo han dejado clara su voluntad de denostar la legalidad y perpetuar su impunidad dentro y fuera de sus fronteras. Esperan de los jueces que protejan a la Knesset (parlamento) de sí misma mientras debilitan progresivamente el rol y legitimidad del poder judicial, último bastión de los principios y fundamentos del Estado israelí, en otro movimiento que recuerda al flamante presidente de EE UU.
La extrema derecha de Bennett se ha hecho fuerte estos últimos años frente a una izquierda que en un principio defiende una separación total entre palestinos e israelíes, pero que se muestra moderada y dividida a ojos de la ciudadanía. Israel es hoy escenario de una polarización sin precedentes, como demuestra una encuesta reciente de Peace Index sobre la condición que deberían tener los palestinos en caso de anexión de su territorio. Esta encuesta pone de relieve la disyuntiva que en última instancia representa la anexión total de Cisjordania. Con esta ley, la Knesset ha decidido el estatus de un territorio sobre el que no tiene jurisdicción. En el caso de que la tuviera, estaríamos inmersos de pleno en el debate sobre la “solución de un Estado”, e Israel debería decidir más pronto que tarde qué forma adoptaría ese Estado: un Gran Israel en el que los palestinos gocen de los mismos derechos que sus ciudadanos, entre ellos el de sufragio activo (con el riesgo demográfico que ello conlleva), para lo que Israel debería naturalizar a 2,7 millones de seres humanos, o un Estado de apartheid con dos clases de ciudadanos, que es hacía lo que se dirige en la actualidad. Sin olvidar, claro está, que cabe la posibilidad de llegar a un acuerdo para la creación de un Estado Palestino con total soberanía sobre su territorio y ciudadanía. No por ser hoy más lejana que nunca es ésta última opción menos deseable.
Este artículo fue publicado en Esglobal el 15 de febrero de 2017.
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