Resulta extremadamente difícil, hoy en día, encontrar a alguien sobre la faz de la tierra que se atreva a afirmar que la guerra en Siria aún no ha estallado. En ocasiones se habla de conflicto, a veces se utiliza el termino “lucha armada”, pero, eufemismos a un lado, parece hoy indudable que lo que comenzó como un mero levantamiento de una gran mayoría de la población que públicamentedemandaba mayores libertades y derechos y, sobre todo, la posibilidad de participar en la configuración de su país hasta el momento dominada por una monolítica élite (en un principio, el objetivo no era derrocar el régimen autoritario de Assad), ha ido progresivamente tomando tintes de conflicto sectarios, con características tanto religiosas como incluso étnicas.
Hace ya tres décadas, el propio padre de Bashar Al-Assad, aun a costa de miles de muertos y millones de familias devastadas, sofocó una rebelión que estalló en el sur del país, en teoría liderada por los Hermanos Musulmanes, sin que el asunto adoptara mayores dimensiones. Esta vez, sin embargo, el hartazgo, la rabia y el odio parecen más profundos y extendidos a lo largo y ancho de la población, avivando una reacción espontánea impulsada por los vientos optimistas de la Primavera Árabe. El conflicto se intensifica día tras día, el número oficial de muertos roza la escalofriante cifra de 80.000, y el régimen sirio parece aun en disposición de aguantar y mantenerse en el poder por mucho más tiempo. ¿Cuáles son los motivos que explican tal fuerza y resiliencia?
El componente sectario
En primer lugar, el régimen de Assad se ve enormemente fortalecido por el mismo sectarismo al que recurre para legitimar sus acciones. Un sectarismo reflejado sobre todo en la composición del ejército y de las altas esferas del régimen, puesto en pie y desarrollado por Hafed Al-Assad y algunos de los aliados baathistas que tomaron el poder hace más de cincuenta años. El padre de Bashar era inteligente y calculador, y sobre todo estaba perfectamente al tanto de la situación social y la arquitectura del país que él y su progenie gobernarían durante décadas. El autoritario líder decidió seguir un plan que previamente habían utilizado los gobernantes de las metrópolis, tanto en Oriente Medio como en África: el sistema de “divide y vencerás” que, sin embargo y entre otras cosas, exige del líder grandes dosis de inclemencia.
Siria es, al igual que el Líbano e Irak, un país en parte definido por su heterogeneidad, un territorio dividido no solo en diferentes regiones como es el caso de Kurdistán en el norte, sino, sobre todo, en el que habita una población compuesta por personas con diversos orígenes étnicos. Siria nació con el Acuerdo Sykes-Picott 1916 entre Francia y Reino Unido, un texto puesto por primera vez en entredicho por el propio conflicto sirio, así como el riesgo de contagio del mismo al resto de la región.
En Siria, Francia como imperio colonialista, se encargó de impulsar el ascenso al poder de la minoría alauita a la que los Assad pertenecen, facilitando el que estos sirvieran en el ejército y en él ocuparan rangos destacados, para erigirlos así como contrapeso a la mayoría suní y facilitar el gobierno de la colonia desde Paris. Esto, a su vez, permitió a los alauitas tomar el poder bajo el ala del Partido Baath, que llegó al poder tras el golpe de Estado de 1963 que en su momento derrocó una democracia profundamente inestable (una democracia que la mayoría de sirios parecen hoy querer de vuelta).
Resulta interesante observar que los alauitas no fueron quienes en un primer momento tomaron las riendas del partido Baath. El partido secular fue de hecho co-fundado por una personalidad sunita, Salah al-Din al-Bitar. En 1966, sin embargo, un nuevo golpe de Estado organizado por los alauis fue precedida por la purga de muchos suníes baathistas, incluidos sus fundadores.
El mero hecho de que los rangos más altos del ejército estén casi en exclusiva ocupados por las autoridades alauitas se erige como una razón por la cual los militares no muestran, en general, ningún tipo de reparo al aplastar cualquier forma de disidencia. No lo hicieron tampoco en 1982, cuando la terrible masacre de Hama tuvo lugar. En este sentido, muchos se preguntan por qué las “revoluciones” triunfaron en Egipto y Túnez, pero no sin embargo en los casos de Siria y Bahrein. Y la respuesta es dura, pero simple: estos soldados no tienen escrúpulos a la hora de matar y lanzar ataques a gran escala contra la población siria. El ejército sirio no se detiene en la mera represión, como hicieran Mubarak y Ben Ali. Hace ya tiempo que decidieron recurrir a verdaderos métodos de guerra e incluso, tal y como confirmó recientemente Le Monde, al uso de armas químicas. Y ello es así porque, en la realidad, no asesinan a sus hermanos, sino a peligrosos terroristas/elementos rebeldes que están poniendo en peligro la existencia misma de la sociedad siria. Precisamente al mismo dilema hubo de enfrentarse Libia antes del éxito de su revolución. La intervención internacional en virtud de la Resolución 1973 del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas fue, para muchos, la causa principal por la que porciones mayores de la población libia no fueran impunemente degolladas.
Este problema sectario se ve agravado por el hecho de que Assad cuenta con varios familiares tanto en la jerarquía superior del ejército como en los servicios de seguridad, a diferencia de lo que ocurriera con el anterior “faraón egipcio” y similares. El hermano de Assad, Maher es el número uno del ejército, su medio hermano Hafez Makhlouf (asesinado el pasado verano) era jefe de la rama interna de la Dirección General de Seguridad, su primo hermano Dhu al-Himma Shalish es jefe de la seguridad del Presidente, y así sucesivamente. Esta estructura clientelista dificulta enormemente la posibilidad de que estos individuos sacrifiquen a su Presidente y pariente para salvar el sistema: él fue quien facilitó su bienestar y prestigio social, a quien en realidad le deben todo. O se quedan con Assad o caen con él.
Oficiales alauis dominan por lo tanto las altas esferas del ejército sirio, pero ¿qué ocurre con el resto de efectivos parte de las fuerzas armadas? La mayoría de los soldados sirios son en realidad de origen sunita. La cuestión que por consiguiente giraría en la mente de todos seria: ¿por qué no han desertado todos ellos, antes que verse obligados a matar a sus propios compatriotas? Esto también tiene una explicación. Más bien dos. Por un lado es de destacar el miedo que muchos de ellos sienten, dado que el régimen mantiene a las familias de muchos de ellos como rehenes de hecho. Todos ellos son conscientes de que su deserción equivaldría a la muerte de sus seres queridos. En la mayoría de casos, únicamente aquellos que tienen suerte y son lo suficientemente ricos como como para garantizar que su pariente cercano pueda huir del país están dispuestos a desertar del ejército. Por otro lado, y esto es algo que no muchos medios de comunicación mencionan, casi el 60% del ejército sirio permanece en los barracones, ya que el régimen es consciente del peligro que supone el permitirles luchar en el campo de batalla.
Los otros apoyos
También habría de tenerse en cuenta la postura del resto de las minorías que conforman la población del país árabe, que consideran en la actualidad al régimen de Assad – a pesar de su carácter represivo – como su mejor garantía contra una más que probable venganza a manos de la mayoría suní, tal y como ocurrió en Irak o en Libia.
También temen un posible aumento del poder de los islamistas, quienes probablemente sigan el ejemplo de los Hermanos Musulmanes en Egipto o Túnez, sumergiendo así al país en la incertidumbre y la polarización. Este temor se ha visto exacerbada por la creciente presencia de elementos extremistas en el lado rebelde, principalmente la de yihadistas, cuyas acciones hasta el momento, tales como morder el corazón de un enemigo, no parecen augurar un futuro halagüeño para toda secta o creencia rival (también Egipto, y los continuos ataques sobre la minoría copta, se erigen aquí como maldición a evitar).
El régimen de Assad también cuenta – aunque en cada vez menor medida a medida que transcurren los días y aumentan las muertes – con un apoyo no despreciable de la minoría cristiana (aproximadamente el 10% de la población del país), así como de la comunidad drusa (que representa alrededor del 3% de la población). La minoría kurda, por su parte y siguiendo el ejemplo de sus hermanos irakis, también ha tomado las armas con el objetivo a largo plazo de sentar las bases de una región autónoma en el noreste del país. No luchan por lo tanto contra el ejército sirio, sino contra todo aquel que ponga en peligro su sueño, incluso en ocasiones aquellos rebeldes que pretendan volver a tomar el control sobre áreas de su territorio.
Muchos analistas hacen también referencia al apoyo vital al régimen por parte de empresarios y una adinerada clase media, principalmente compuesta por familias de comerciantes de Damasco, aquellos que se vieron principalmente beneficiados en el pasado por la liberalización económica. Fueron ellos los únicos que realmente prosperaron a lo largo de los últimos años, y una guerra civil culminando con un gobierno islamista significaría una modificación del status quo que pondría en duda su situación y privilegios. Tal vez, y hasta cierto punto, ello fuera cierto al inicio de la revuelta, pero resulta extremadamente difícil de creer hoy en día que todas estas personas seam capaces de actuar como si estuvieran ciegos ante violaciones de los derechos humanos de tal calibre como las que se han ido registrando. Es muy probable que estos sirios también se vean actualmente impotentes, como rehenes del régimen sirio que aún pretende erigirse en su defensor, sin poder abandonar el país por temor de lo que pueda ocurrirle a su círculo más cercano. Lo mismo sucede con una titánica burocracia, dominada durante décadas por un partido hegemónico con considerables capacidades mecenazgo.
Por último, pero no menos importante, Assad todavía se siente fuerte, no tan aislado y aún lo suficientemente legitimado gracias al apoyo externo proporcionado por dos conjuntos de actores: el “eje chií”, a saber, Irán, Hezbollah y el Irak de Maliki, por una parte, y Rusia (y China, aunque probablemente un cambio de la postura de la primera impulsaría una postura más moderada del Imperio del Centro). Y a todo ello hay que inevitablemente añadir la inacción occidental. Quizás el coctel perfecto para un conflicto que se arrastre durante años. No sería la primera vez que le ocurriera a la región. Queda en duda si esta vez el mundo está preparado para ello.
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