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La baza religiosa del régimen egipcio

Dijo Stefan Zweig que “aquellos que anuncian que luchan en favor de Dios son siempre los hombres menos pacíficos de la Tierra”. Y es ésta una cita que bien puede ayudar a muchos a entender el papel que hoy en día juega la religión en la escena política egipcia. A pesar de – y muchas veces en estrecha relación con – los acontecimientos que se han ido sucediendo durante los últimos años, la religión se mantiene como parte clave de la vida pública en Egipto. La religión tuvo mucho que ver con el golpe de estado de de 3 de julio de 2013: uno de los pilares de la insatisfacción pública que el Ejército utilizó como excusa para derrocar a Mohammed Morsi era el miedo a que Egipto se convirtiera, a iniciativa de los Hermanos Musulmanes y siguiendo el modelo iraní, en una teocracia. En esta misma línea, la Constitución aprobada en enero de 2014 mantiene el artículo 2 de textos anteriores, según el cual los principios de la Sharia son la principal fuente del Derecho, pero prohíbe la existencia de partidos políticos de base religiosa. La Carta limita el ejercicio de la libertad religiosa – o de cualquier libertad, para el caso – y estipula que el Parlamento se encargará de legislar sobre crímenes como el “desprecio a la religión”. ¿Cuál es entonces el rol que los militares atribuyen a la religión? La expresión más adecuada bien pudiera ser “arma de sumisión” al nuevo régimen. Tras el golpe de 2013, el General Abdel Fatah Al-Sisi ya apuntaba maneras al proclamar que aquello había sido necesario para “salvar al Islam y a Egipto de la Hermandad Musulmana”.
El propio Sisi – al contrario que Hosni Mubarak pero en cierto modo siguiendo la estela de Sadat, con quién comparte tanto una marca de rezo en la frente como el tener una mujer velada – se sirve con frecuencia de una inconfundible retórica religiosa. En sus intervenciones, el Presidente menciona casi sistemáticamente un verso del Corán o un hadith, erigiéndose así como defensor devoto de la religión y en cierto modo arrancando a los Hermanos la que hasta ahora era su arma más preciada. El líder egipcio no dudó en enfatizar de hecho, durante las elecciones presidenciales que le (re)encumbraron al poder, la importancia que reviste el papel del Estado y de su líder en proteger la religión, los valores y principios de la sociedad. Los antecedentes del General no hacen sino arrojar cierta luz sobre su comportamiento: Sisi creció en un vecindario – Gamaleya – cercano a Al-Hussain, en uno de los barrios más religiosos de Cairo, el llamado Cairo Islámico. A medida que Abdel Fatah maduraba, en los años 70, aumentaba la influencia del resurgimiento islamista, simbolizado por la llamada (daawa) en las universidades del país. Algunos incluso han llegado a insinuar que Sisi pertenece a una de las numerosas sectas sufís que aún existen en la capital egipcia, lo que tiene sentido si se presta atención a sus numerosas menciones en público de sueños y señales.
Es una realidad que los Hermanos Musulmanes ya agitaron en su momento el panorama religioso egipcio: prescindieron de aquellos imanes que habían osado mostrarse críticos con el grupo, y se llegó a hablar de una cierta “hermanización” del Ministerio de Asuntos Religiosos. También intentó – aunque sin éxito – el gobierno de Morsi unificar el sermón de los viernes. Todo ello amparados por la Ley 157 promulgada en 1960, que concede al Ministerio control administrativo sobre todas las mezquitas del país. Esta legislación nunca se llegó a poner en marcha en la práctica, por motivos tanto sociales como financieros, y fueron las distintas órdenes religiosas las que se encargaron de subir al púlpito a sus respectivos representantes. El gobierno egipcio actual se ha vuelto a apoyar sobre la legislación en vigor para poner en marcha una serie de medidas, todas en la misma línea.
La primera y más controvertida consiste en el otorgamiento de licencias sólo a predicadores graduados en Al-Azhar o en institutos vinculados al Ministerio y la prohibición de predicar a más de 12.000 ciudadanos sin licencia. Se ha revocado en consecuencia la licencia a 55.000 imanes freelance y se han clausurado todas las zawiyas (pequeñas mezquitas informales de barrio). Se han realizado también titánicos esfuerzos en pos de unificar el contenido de los sermones del viernes – siguiendo el ejemplo de los países del Golfo -, que ahora pueden durar un máximo de 20 minutos. Por el momento, el contenido de los sermones tiene que ser autorizado con carácter previo, prestándose particular atención a que las mezquitas no puedan usarse con fines políticos. El objetivo es evitar que las mezquitas caigan en manos extremistas o/e insuficientemente cualificadas y el pretexto es modernizar el diálogo entre Iglesia y población gracias a temas como medio ambiente o juventud. Estos pasos han recibido fuertes críticas de organizaciones pro-derechos humanos como Egyptian Initiative For Personal Rights.
Resulta fundamental en este supuesto analizar detalladamente el papel que una institución clave en la historia de Egipto, la mezquita y universidad de Al-Azhar, y su gran imán y rector Ahmed Al-Tayeb, han jugado durante estos últimos meses. En particular, en lo que a su participación en el golpe de estado y la posterior atribución a sus miembros de puestos en el Ministerio de Asuntos Religiosos se refiere. Y no es la primera vez que la institución religiosa se inmiscuye en la política del país, ya que Al-Azhar apoyó la revolución de 1952 que derrocó al Rey Farouq, acusándolo de romper las reglas del Islam al haber intentando publicar una fatwa en interés propio. Buena muestra de ello es el discurso de Eid Al-Adha del antiguo ministro, y jeque de Al-Azhar, Al-Hamadi Abun El-Nawar dedicado enteramente a la figura de Sisi, en consonancia con el culto del faraón siempre apoyado por los dioses aún vigente en Egipto.
La ironía es que algunos seguidores de Sisi le ven como el nuevo Ataturk. A pesar de que también se le ha acusado de intentar replicar a Nasser y su visión ultra nacionalista – con megaproyectos como la construcción de un Canal de Suez paralelo en cuya financiación toda la población tiene la oportunidad de participar – huye de este modelo en todo lo relacionado con el secularismo que el antiguo Presidente intentó inculcar a la vida política. Una postura más que comprensible si se tiene en cuenta el papel que los Hermanos Musulmanes han jugado, desde su creación, en una sociedad egipcia acostumbrada a que las mezquitas se hayan convertido en lugar de reunión de movimientos políticos y punto de partida de manifestaciones y protestas varias.
El régimen egipcio no ha dirigido su ataque únicamente contra los Hermanos, sino también contra otros grupos de tinte religioso, como es el caso de Al-Jamiya Al-Shariya o incluso de los Salafistas – a pesar del apoyo que estos últimos han prestado al régimen desde el golpe de 2013-, con disposiciones como prohibir carteles que preguntaban a los egipcios si habían adorado ya ese día al Profeta Mohammed difundidos por Al Daawa Al Salafiya, grupúsculo afiliado a Al-Nour. Se teme que lo mismo ocurra con la minoría copta, cuyo apoyo incondicional al régimen también se ha ido desvaneciendo como consecuencia de arrestos – Bishoy Kamel permanece encarcelado por blasfemia – e indiferencia de las fuerzas de seguridad ante los ataques regulares de los que está comunidad es víctima. Se teme también por otras minorías consideradas heréticas, como los chiítas o los bahaís.
Dentro de esta tendencia se pueden inscribir otras medidas, tales como la creación por parte del Ministerio de la Juventud y Deportes de un grupo de trabajo para combatir el ateísmo, ayudado por psiquiatras y voluntarios. Acusaciones de ateísmo también han estado en el origen de detenciones como la de Sherig Gaber en Ismailia – por crear una página de Facebook para ateos – o de varios individuos en Alejandría. En un país en el que la posibilidad de no creer en ningún Dios resulta difícil de entender para muchos, las autoridades asimilan esta opción al libre albedrío, en ausencia de juicio divino. Algo muy difícil de conjugar con cualquier tipo de control de la sociedad.
Este celo religioso también se ha vinculado con el incremento de acusaciones de blasfemia y la condena de homosexuales. La homosexualidad no está prohibida per se en Egipto, pero se imputa a los gays con delitos de libertinaje. Autoridades civiles y religiosas también se han posicionado en contra de costumbres tan arraigadas como la danza del vientre o actitudes tan básicas como la comunicación online entre hombres y mujeres. Hace unos meses causó gran controversia la censura de la película Noah, justificada por el simple hecho de que el filme representa inundaciones que mencionan tanto la Biblia como el Corán.
El régimen no ceja en su empeño de luchar con énfasis contra cualquier tipo de extremismo religioso, y Dar Al-Iftaa, el departamento del Ministerio de Justicia encargado de emitir edictos religiosos o fatwas, fue rápido en condenar los actos del Estado Islámico. Algo comprensible si se tiene en cuenta que Egipto se enfrenta hoy en día a la peor ola de violencia islamista desde los años 90, principalmente dirigida contra las fuerzas de seguridad que representan al régimen. El Antiguo Gran Mufti Ali Gomaa – en una grabación filtrada a la prensa – prometió a los militares un lugar en el paraíso si mataban a, o eran asesinados por, militantes islamistas. La actual lucha encarnizada contra el yihadismo en Siria e Iraq – para la que Egipto no ha dudado en postularse como voluntario – no hace sino recordarnos la bandera de la “lucha contra el terrorismo” que el Ejército enarbola desde el derrocamiento de Morsi.
El Ministro Mokhtar Gomaa alertaba unos días antes de la gran fiesta de Eid Al-Adha del riesgo de que los Hermanos Musulmanes sigan controlando las mezquitas, lo que en cierto modo no hace sino mostrar un grave desconocimiento de la historia del país, a lo largo de la cual los Hermanos se han servido de su condición de marginados y reprimidos – que las autoridades les han puesto en bandeja – para crear canales y redes paralelas. El peligro de eliminar cualquier medio de expresión y forma de manifestar descontento (en las calles y en las mezquitas)  no es otro que el de crear una esfera religiosa paralela, un caldo de cultivo idóneo para la radicalización, como ocurrió precisamente con Nasser – y magistralmente relata Alaa Al Aswany en su libro El Edificio Yacoubian.

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