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La tragedia iraquí en cinco actos

1.Los inicios
Lo que muchos asimilan con la antigua y esplendorosa Mesopotamia, el actual Estado de Iraq, nace per se tras la Primera Guerra Mundial y sus fronteras son delimitadas por el archiconocido acuerdo de Sykes Picot, en el que también se sentencia que el territorio quedará bajo control británico. Poco después, en 1920, se firma el Tratado de Sèvres, que aviva las esperanzas de independencia kurda -aunque solo hasta 1923, año en el que Europa cede ante los kemalistas-, y se divide el territorio en tres wilayat o provincias: Mosul, Baghdad y Basora.


Desde un primer momento, Reino Unido adopta una postura centralizadora, que privilegia el suministro de petróleo por encima de todo. Los ocupantes tienen que hacer frente a varios levantamientos encabezados por líderes tribales y chiítas -no contentos con el reparto y comprometidos con el denominado “movimiento constitucionalista” desde finales del siglo XIX-, que se ven obligados a reprimir una y otra vez, antes de llegar a un compromiso con las autoridades sunitas locales, herederas del Imperio Otomano, que pasarán a ostentar el poder de facto. No es hasta ese momento, y tras años de presencia en la región, que los británicos parecen tomar conciencia de la complicada composición de un país recién nacido compuesto por distintas sectas e incluso nacionalidades.
Aunque el país siga siendo un mandato británico hasta la independencia formal, proclamada en 1932, en 1921 Faisal -hijo del jerife Hussein, rey de Hedjaz- al que en un principio se le había prometido el trono de Siria, es aupado al poder como rey hachemita en una Constitución en la que a su vez se establece que Baghdad será la capital, ambas soluciones de compromiso que acabarán por no satisfacer a nadie. Se dota al país de una monarquía constitucional de modelo bicameral, con una cámara elegida y otra designada por las autoridades, y se entrega así en bandeja de plata a la zaama, la aristocracia, el control del país. Esta élite es la única en posición de asegurar la estabilidad mediante tractaciones y tejemanejes continuos, a lo que también ayuda el recurso continuo del gobierno a un instrumento tan valioso en la región como es el estado de emergencia.
Tras años de relativa calma, un número cada vez mayor de levantamientos kurdos y confesionales obligan a las autoridades a plantearse una reforma de la constitución, de tinte liberal y más respetuosa con las características de los distintos grupos del país. Esta situación se hace inaceptable para los oficiales que, inspirados por sus vecinos en Egipto y por el hiper-nacionalismo árabe que dominaba Oriente Medio, derrocaron la monarquía hachemita el 14 de julio de 1958 en un golpe de estado apoyado por los comunistas que aúpa al poder a Abdelkarim Kassem. La nueva y flamante República, sin embargo, olvida tomar en consideración las demandas regionales que en parte les habían ayudado a erosionar la popularidad de la monarquía, y vuelven a estallar levantamientos, esta vez sin embargo sofocados por una violencia política sin precedentes.
2. Saddam
Siguiendo el modelo egipcio, en el que la centralización se hacía más que necesaria para imponer el modelo panárabe y la legitimidad de un cirujano de hierro, Iraq se convierte en un estado autoritario en donde la represión continua no consigue acabar con la inestabilidad, sino más bien todo lo contrario. En la misma línea se dan varios golpes de estado, de entre los cuales destaca el golpe baathista de 9 de febrero de 1963, seguido por un levantamiento kurdo que los militares no dudan en acallar a base de ataques sanguinarios y promesas incumplidas. Tras haber manejado durante años los hilos en la sombra y gracias al apoyo de varias tribus sunis, Saddam Hussein toma el poder en 1979, y continúa con la tendencia autoritaria tan en boga en la región, que no permite y reprime con dureza cualquier tipo de disenso, sobre todo si provienen de kurdos o chiítas.
Ya en 1975, Saddam se había visto humillado por los Acuerdos de Argel, en los que se cedían considerables porciones de terreno a Irán. En 1980, y ya aupado en el poder, decide enzarzarse en una nueva guerra con la recién estrenada República Islámica, que durará 8 años y que, aparte de nuevos aliados y enemigos por igual, además de una no desdeñable destrucción de recursos y una deplorable situación económica (a pesar del maná del petróleo) – y el consiguiente empobrecimiento de gran parte de su población – no reportará nada a ninguno de los bandos. Fue durante esta guerra también que Saddam atacó con más dureza que nunca a los kurdos, poniendo a prueba durante la campaña de Anfal las armas químicas que años después firmarían su sentencia de muerte.
No contento con esto, y en gran parte para recobrar a las bravas la legitimidad interna y externa pérdida, decide -algunos dicen que con el beneplácito de la embajadora americana April Glaspie- invadir Kuwait en agosto de 1990. La comunidad internacional, más consensuada que nunca tras el fin de la Guerra Fría, no duda en frenar las ambiciones deletéreas del Presidente iraquí.
Fue en ese momento que la población iraquí aprovechó la debilidad del régimen para poner en marcha una intifada -etiquetada de chiíta pero apoyada también por sunitas y kurdos- al sur del país, para pronto darse cuenta de que habían sido abandonados por sus aliados internacionales y ser sometidos con la brutalidad usual. La represión no es tan descorazonadora en el caso de los kurdos, en cierto modo protegidos por la comunidad internacional – que ya les había apoyado de forma encubierta en 1972, con el objetivo de debilitar la alianza árabe contra Israel.
El resultado: 200.000 muertos y la unificación definitiva de la cúpula de poder, que deja atrás el lema “unidad, libertad y socialismo” para abrazar un enfoque religioso bajo lo que el régimen denominó “campaña de fe”. El régimen se fue así islamizando progresivamente, para ganarse los descreídos corazones de sus súbditos. El embargo internacional descompone por completo la sociedad iraquí y deja tras de sí una gravísima situación humanitaria. Saddam se ve obligado a recurrir a las tribus  – a las que ha venido cooptando con armas, dinero y permisividad – para mantenerse en el poder, sentando las bases de una descentralización de facto y de una progresiva erosión de la “idea de Iraq”, pero no por ello de su figura de líder inamovible, que reivindica su poder cada vez que la situación lo requiere, como es el caso de un nuevo levantamiento kurdo en 1996.
3. 2003, o cómo Iraq se situó de nuevo en todos los radares
La invasión de 2003 representa lo que muchos consideran el verdadero punto de inflexión para el equilibrio de poder en la región, la verdadera semilla de la situación actual. La intervención de la coalición liderada por Estados Unidos lleva a una guerra corta que culmina con el derrocamiento de Saddam y la ocupación del país. La nueva Constitución de 2005 define el país como un estado federal, provisión que sólo se ha aplicado en puridad en el caso kurdo. Basada en el modelo libanés, la Carta Magna allana el proceso de de-baathificación forzada de todas las instituciones, que en no pocas ocasiones da pie a una auténtica “caza de brujas” a lo largo y ancho del país.
Lo que acaba siendo una marginación de la comunidad sunní priva sin embargo al país de cualquier atisbo de gobernanza equilibrada, y lo deja a la merced de amenazas externas deseando aprovecharse de un estado débil de fronteras porosas. Iraq es un país mucho más dividido y heterogéneo de lo que los ocupantes – ahora a cargo de construir una democracia – se imaginaban: tribus, confesiones y sectas se reparten el poder y los chiítas, encabezados por Nouri al-Maliki, se hacen con las riendas en un país todavía sumido en la violencia. Los moradores occidentales han decidido que el desarme es voluntario y se muestran incapaces de poner en pie un verdadero ejército, con lo que se refuerzan y crean varias milicias en todos los bandos, milicias que hoy por hoy son más fuertes que nunca. La situación degenera en una nueva guerra civil y sectaria en 2006, a partir de la cual – y no antes – Baghdad se convierte en una ciudad mayoritariamente chií.
Daesh (el mal llamado Estado Islámico), al contrario de lo que muchos puedan pensar y con varios nombres a sus espaldas, no nació en Siria, sino que fue creado como rama de al-Qaeda en 2006 durante el auge de la violencia sectaria en Iraq. Nace bajo el mantra de “proteger nuestra fe y fieles”, que se han convertido en “huérfanos en la mesa del diablo” que representa la alianza de facto entre chiíes y kurdos. Los yihadistas son derrotados y expulsados de la provincia de al-Anbar por la sahwa (despertar)  tribal, componente clave del denominado “US surge”.
Tras 2008, sin embargo, y a pesar de halagüeñas promesas en sentido contrario, los iraquíes se verán abandonados tanto por los americanos como por un gobierno cada vez menos inclusivo: sus miembros nunca fueron rehabilitados, ni siquiera incluidos en el sistema, por lo que no debería extrañar a nadie que hayan ido retomando las armas, algunos incluso del lado de sus antiguos enemigos. Tras un último esfuerzo por cumplir con su palabra, simbolizado por el Pacto de Erbil de 2010 en el que se aseguraba un reparto de poder teórricamente equitativo, Estados Unidos retira sus últimas tropas en 2011, sin que quedara nada claro si las proféticas palabras de Colin Powell “You break it, you own it, you fix it” se habían hecho realidad.
4. Daesh pone de nuevo en evidencia la fragilidad del país
El conflicto en Siria abre de nuevo la caja de Pandora, y a partir de 2011 Maliki envía sus tropas mientras el país se sume en una espiral de violencia imparable. Los yihadistas se aprovechan del vacío de poder y el caos en ambos países, beben de la insatisfacción de las respectivas poblaciones, en gran parte ayudados en Iraq por las ahora desencantadas tropas que un día consiguieron vencerles. Tras la espectacular toma de Mosul, proclaman la creación de un califato y hacen sonar todas las alarmas que llevaban tres años sin hacerse oír, a pesar de que los medios ya dejaban claro que no pasaba un día en Iraq sin que un ataque causara muertos y heridos. Las tribus están hoy entre la espada y la pared, entre el miedo a una violencia desenfrenada de Daesh y al retorno a la situación anterior.
La comunidad internacional, deseosa de dar el pistoletazo de salida a su campaña aérea contra Daesh, creyó encontrar en agosto la panacea con la salida forzada de Maliki, y el gobierno de al-Abadi sigue despertando hoy sentimientos encontrados. El Gabinete hace esfuerzos pero no parece más inclusivo, y hasta que se cree una muy cacareada Guardia Nacional -algo inminente, son las sanguinarias milicias chiítas (acusadas por Amnistia Internacional de crímenes de guerra) las que siguen al cargo de defender Baghdad. Para muestra un botón: el nuevo ministro de interior, Mohammed Ghabban, es miembro de una milicia vinculada a Irán.
Al-Abadi si que se ha mostrado más conciliador que su predecesor con los kurdos, como demuestra un vital acuerdo sobre el reparto de los beneficios del petróleo que brota de los pozos en territorio kurdo. Mientras tanto, millones de iraquíes han sido llamados a la ‘jihad defensiva’ en virtud de una fatwa proclamada por el clérigo más popular del país, Ali al-Sistani’s. Hoy la actualidad gira en torno a la toma de Tikrit -ciudad natal de Saddam-, pero el verdadero punto de inflexión lo representará sin duda la toma de Mosul por las Fuerzas de Movilización Popular de manos de Daesh. Y ello con las múltiples disyuntivas que la “reconquista” plantea – siendo la mayor de ellas la intervención directa de Iraq y las ambiciones de las milicias chiítas, contrarias ambas a cualquier atisbo de reconciliación nacional.
Precisamente los kurdos, cuando en un principio todo apuntaba a que estaban más cerca que nunca de la independencia, se han visto ahora obligados a luchar también contra Daesh. La cruda realidad es que los peshmerga han demostrado no ser tan fuertes como parecía, y dependen hoy sobremanera de la alianza anti-Daesh. Por otra parte, las diferencias intra-kurdas con los kurdos sirios y turcos no han hecho sino debilitarles y favorecer al líder de estos últimos, Abdullah Occalan, relegando a un segundo plano cualquier delirio independentista. Quizás la independencia tenga que esperar al menos unos meses. Y quien dice meses dice años.
5. Un futuro incierto
Los acontecimientos recientes han llevado a que propios y ajenos hablen con extraordinaria ligereza de la desaparición o partición del estado iraquí, de acuerdo con el modelo propuesto en 2006 por el propio Joe Biden – entonces senador por Delaware. Y ello a pesar de que el remedio pueda llegar a ser peor que la enfermedad, porque ¿cuál sería la manera de reconocer la existencia y contribuir a la configuración de un futuro chiistán a las órdenes – directas e indirectas – de los ayatollahs o, peor aún, de un califato/sunnistán que siembra el terror allá donde se implanta? Y aunque el caso de los kurdos parezca más fácil de defender, nadie duda de que éstos no serán capaces de configurar un país sin antes poner orden en su propio hogar, entre sus propios nacionales, y sobre todo en sus fronteras.
La composición de Iraq es mucho más heterogénea de lo que se piensa: kurdos sunitas y árabes sunitas en el Norte, árabes chiítas y sunitas en el Sudoeste y varias minorías: turcomanos, cristianos asirio-caldeanos, yazidies, kurdos chiítas… Buen símbolo de ello son la capital o la ciudad de Kirkuk, hasta el punto que ha llegado a denominarse la Jerusalén iraquí. Sykes-Picott no fue tan arbitrario como se piensa: la mayor parte del país, aun sin la denominación actual, lleva perteneciendo a la misma entidad desde la Edad Media. Pero el sectarismo no comenzó a estar de moda hasta que los americanos derrocaron a Saddam. De hecho, los matrimonios mixtos eran comunes -casi un tercio- en las urbes antes de 2000. Sin embargo, la mayoría de los movimientos sunitas que antes abogaban por un Irak centralizado derivan hacia la opción federalista, consecuencia de una marginación insostenible para ellos llevada a cabo por el gobierno de Maliki, que los sunitas comienzan a identificar con el ocupante. Sin embargo, y a pesar de que la Constitución permite la semi-autonomía de todas las regiones, los únicos en recoger hasta ahora el guante del federalismo han sido los líderes de la ciudad sureña de Basra.
Y es que, a pesar de la narrativa tan popular en medios de comunicación, pasillos de organizaciones internacionales y redes sociales – y al igual de lo que ocurre en el caso de Siria -, no se trata éste de un problema puramente sectario, como demuestran los resultados de la World Values Survey, según la cual el 89% de la población del país se define como iraquí, el 81% de los sunitas desean que política y religión sean diferenciadas (aunque en el caso de los chiítas esta cifra ascienda únicamente a 34%, comprensible si se tiene en cuenta la marginación que han sufrido durante años).
El cáncer que se extiende por la región es de carácter político, económico y social, se ve simbolizado por la desigualdad entre campo y ciudad, por la corrupción endémica y por la mentalidad de todo o nada que parecen compartir todos sus líderes, que hace desaparecer a su vez cualquier atisbo de rendición de cuentas. No son éstos problemas que el federalismo pueda solucionar, sino todo lo contrario. Federalismo equivale a democracia y buena gobernanza, y lo que pudiera ocurrir en Iraq se asemejaría más al caso de India y Pakistán, con sus movimientos de población y su violencia endémica, que al relativamente exitoso caso de Bosnia. La partición no puede ser la alternativa a la cooperación, sino más bien su aliada más vital.

Este artículo fue publicado en Baab al-Shams los días 1 y 6 de abril de 2015.

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