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Omán: el Sultanato aletargado al que el mundo obliga a desperezarse

Un desafío se cierne sobre Omán: convertirse en una sociedad moderna rodeada por un vecindario voluble y anárquico.
Omán es un país que analistas y medios de comunicación pasan a menudo por alto. Un antiguo Imperio que hoy reclama su papel de actor clave desde el punto de vista geopolítico. El Océano Índico será uno de los puntos vertebradores del nuevo mundo que inauguró el siglo XXI, y ningún país (con excepción de India) está más a horcajadas del mismo que él. La diosa Fortuna también determinó que Omán esté hoy situado entre los dos grandes pilares y rivales de un Oriente Medio siempre convulso, Irán y Arabia Saudí.


Es un país profundamente tribal. A diferencia de sus vecinos y como legado de su rica Historia, el Sultanato cuenta con una sociedad extremadamente heterogénea. No se volvió nación per se hasta que accediera al trono el que ha sido su líder a lo largo de casi 45 años: el Sultán Qaboos bin Said al Said. Tomó el poder tras el derrocamiento sin sangre de su reaccionario padre Sa’id ibn Taimur’, conocido por adoptar una política que mantuvo a su pueblo en el subdesarrollo y la oscuridad. En cuatro décadas Omán ha alcanzado un desarrollo sin parangón en el ámbito económico y social. Según Naciones Unidas ocupaba en 2014 el primer lugar en el mundo en ‘tasa de progreso’. Tomó forma un Estado moderno sometido sin embargo al despotismo ilustrado de un líder personalista y de un régimen que ha permanecido inmóvil mientras que la sociedad evolucionaba sin cesar.
La Primavera Omaní
Omán experimentó su propia Primavera allá por 2011. Las raíces de las protestas son de sobra conocidas: una población desproporcionadamente joven en la que abundan los inmigrantes, con acceso casi ilimitado a las nuevas tecnologías y acuciada por una creciente sensación de descontento, principalmente como resultado de insuficientes oportunidades laborales. Consecuencia de una modernización forzada y no siempre bien gestionada, una abismal brecha entre la generación que recuerda la pobreza extrema en la que el país estuvo sumido y una que ha sido educada en la cultura de la abundancia.
Las llamadas ‘Marchas Verdes’ replicaron la estrategia de sus vecinos y fueron recibidas por una represión en un principio moderada que sin embargo se intensificó en la ciudad de Sohar, y culminó con los trágicos eventos de Salalah. Las protestas en casi ningún momento ponían en entredicho la autoridad del Sultán y adoptaron su propio canto de guerra: “el pueblo quiere la reforma del régimen” (no la ‘caída’ del mismo, como exigían en Túnez y Egipto). Clamaban contra la corrupción y la desigualdad económica. La reacción del régimen no se hizo esperar: puesta en marcha de un ‘Plan Marshall’ con dinero proveniente del Consejo de Cooperación del Golfo (CCG); concesiones económicas, sobre todo en forma de empleos públicos; cambios cosméticos en el Gobierno; creación de consejos municipales y promesas de mayor rendición de cuentas y separación de poderes.
Omán incluso celebró elecciones legislativas, a pesar de que los partidos políticos estén prohibidos y los candidatos no puedan discutir sobre asuntos clave en sus mítines, que -al no dejar que se celebren reuniones en las calles de más de 10 personas- debían encontrarse en habitaciones o tiendas de campaña. Al mismo tiempo que se intensificaba la represión, también se endureció el Código Penal. El país fue testigo de una militarización nunca vista y de una creciente erosión de la libertad de prensa y expresión. El régimen cometió además el error de tildar a los que protestaban de vándalos y agitadores bajo influencia extranjera, mientras que gran parte de la población compartía sus quejas. Apestaba a argumento usado por los países de los que Omán tanto busca diferenciarse.
El Sultán Qaboos maniobró de tal manera que, si bien las autoridades fueron criticadas hasta el hastío, su prestigio y poder no se vieron afectados en lo más mínimo. La sensación generalizada es que laPrimavera llegó y se fue sin pena ni gloria. Gracias a un hábil cóctel entre retórica del ‘excepcionalismo omaní’ y un régimen que se ha ido acomodando a distintas intensidades y manifestaciones de descontento. Un régimen sin embargo consciente del enorme reto al que se enfrenta: romper el tabú de la concentración de poder en la figura del Sultán, sentar las bases de un vínculo no temporal e indisoluble con la nación omaní. Uno que poco a poco vaya desligándose de Qaboos, símbolo por excelencia del líder paternalista y unificador. Robert Kaplan define al Sultán Qaboos como el autócrata menos opresor y más competente de la región, un dirigente discreto, educado en Inglaterra y de gusto exquisito, obsesionado a partes iguales por satisfacer a su pueblo y por la música clásica.
Una isla de paz en un contexto regional veleidoso
En una región enredada en conflictos civiles y divisiones sectarias, Omán puede vanagloriarse de ser una anomalía. El Sultán parece estar dotado de mayor legitimidad que la mayoría de jefes de Estado vecinos. El país no tiene -casi- problemas con salafistas o islamistas. La religión principal, la poco conocida rama ibadí del islam, es distinta de las tradiciones suníes y chiíes, pero no entra en conflicto con ninguna de ellas. A pesar de ser un importante productor de petróleo, Omán no pertenece a la Organización de Países Exportadores de Petróleo (OPEP). Tampoco existen –con independencia de los recientes acontecimientos- signos evidentes de un Estado de emergencia o una militarización avanzada. Arabia Saudí es conocida por su policía religiosa y sus decapitaciones públicas. Omán ha inaugurado recientemente la primera ópera en la Península Arábiga, en donde ensayan codo con codo hombres y mujeres.
Omán se ha ido así perfilando como ‘la Suiza de Oriente Medio’. Su política exterior, caracterizada por una flexibilidad no muy común por esos lares y por huir de todo tinte sectario, consiste en un delicado malabarismo entre sus socios del CCG, Irán y Occidente (Estados Unidos y Reino Unido tienen accedo a sus bases y puertos desde los 80). Tras su entronización, el Sultán sentó las bases de la diplomacia omaní en un discurso: “no imitar, no adentrarse en lo desconocido, sino primar pragmatismo y empirismo (…). La independencia y la soberanía, esas son las claves de la política exterior de Omán”. ¿El objetivo final? Garantizar la estabilidad en el Golfo Pérsico y un preciado margen de maniobra diplomática. Para ello se sirve en muchos casos de las diferencias políticas entre sus vecinos. Su ministro de Asuntos Exteriores repite a diestro y siniestro que “Omán es una nación de paz”.  Un adagio –que se ha visto intensificado este verano– al ritmo del cual muchos ven al discreto Sultanato como el único país en posición de mediar tanto en lo que a Yemen como a Siria respecta.
La alianza de interés de Omán e Irán sobrevivió a la amistad entre monarquías tras la Revolución de 1979, y gira en gran parte en torno a la soberanía compartida sobre el Estrecho de Ormuz. Existen, además, importantes lazos comerciales. Los beneficios mutuos son indiscutibles: Irán es clave para el acceso a Asia Central, Omán lo es para llegar a África. Omán ha jugado un papel vital de puente entre la República Islámica y Occidente y sus aliados: como mediador entre Irán e Irak durante la guerra de los 80, como facilitador durante las negociaciones nucleares, como intermediario a la hora de liberar rehenes. Esto no quiere decir que sean pocas las diferencias entre ambos. Teherán en numerosas ocasiones se ha mostrado disconforme con la cercanía entre Mascate y Washington, simbolizada por la colaboración en la construcción del sistema antimisiles THAAD.
Omán ha sido y es uno de los principales beneficiarios de las sanciones impuestas sobre Teherán, gracias en particular al mercado negro que tanto ha beneficiado a la Península de Musandam. Nada mejor para el país que el status quo existente hasta ahora entre la comunidad internacional e Irán; sanciones si, guerra no. La actitud cordial del Sultán Qaboos para con Teherán ha demostrado ser clarividente. Sin embargo, no queda claro cuál será el beneficio para Mascate del acuerdo nuclear, tanto desde el punto de vista del precio del petróleo como del fin del estraperlo.
Las relaciones también son fructíferas con el resto de socios del CCG. Lo clave no es tanto que se trate de un país ni suní ni chií, sino que es uno en el que la tolerancia religiosa es la norma. Un modelo opuesto al de Arabia Saudí, con la que también le separa la percepción de la amenaza iraní. Tal y como confirmaron los cables desvelados por Wikileaks, mientras que Omán opta por la diplomacia apaciguadora, Arabia Saudí estaría más que dispuesta a la confrontación con tal de limitar la esfera de influencia de Irán. Ejemplo que se replica en los supuestos de Siria y Bahréin (donde no ha querido ni enviar tropas ni financiar milicias). Lleva años esforzándose por no verse enmarcado en el esquema de guerra fría en Oriente Medio. Algo que los saudíes miran con recelo.
Un futuro incierto
La delicada salud del Sultán, de 75 años, y ausente durante meses ha desatado todas las alarmas. Se avecina una crisis sucesoria de impacto difícil de calcular: es soltero, no tiene hijos y no ha nombrado heredero. Pese a que existe procedimiento previsto al efecto, el vacío de poder bien puede llevar a luchas intestinas entre familia real y Ejército, ante las cuales ninguna personalidad cuenta con la suficiente legitimidad. La Primavera omaní fue un mero aviso, y éste será el verdadero despertar de lo que algunos llaman el sultanato aletargado. Al igual que ha ocurrido con las sucesiones en el vecindario, es muy probable que cualquier sustitución esté al origen de un vuelco en política exterior. Unos apuestan por un realineamiento con el Eje suní. Otros por un acercamiento a Irán.
Antes, era el vecindario el que dictaba las reformas. Hoy nadie en el Sultanato es ajeno a lo necesarios que son algunos cambios. De lo necesario que es avanzar, de un modo u otro, hacia el fin del modelo del ‘contrato social rentista (petróleo y gas representan un 45% del PIB y 86% de los ingresos del Estado) [Oman Statistical Yearbook, 2014]. A pesar de que a corto plazo la geopolítica obliga a que Omán haga frente a nuevas amenazas, su devenir político parece más halagüeño que el de muchos otros países de la región. Omán se encuentra ahora en la posición difícil, pero envidiable, de poder centrarse en el desafío último de cualquier sociedad moderna: la creación de instituciones responsables y transparentes que erosionen progresivamente el papel del monarca. ¿Las buenas noticias? El país gozará de los ingresos de los hidrocarburos por lo menos durante otra década. Se está convirtiendo poco a poco en un fascinante laboratorio en un entorno geopolítico cuanto menos voluble, cuanto más completamente anárquico.

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