Si alguien como el analista del Banco Mundial Omer Karasapan se refiere a una serie de acontecimientos como ‘la tormenta humanitaria perfecta’, seguramente la cosa no vaya excesivamente bien. Este es el caso de la guerra en Yemen, que ya se ha tomado más de 5.000 vidas (un tercio de las mismas civiles) y ha obligado a que hordas de refugiados busquen cobijo no tanto en Europa – geografía obliga – como en países en los que la supervivencia no está garantizada, como bien ejemplifica Somalia. El país importa 90% de la comida que consume, y cada día muere o es mutilado un niño. El Director de la Cruz Roja tampoco lanzó buenos augurios: ‘en cinco meses, Yemen parece lo que Siria en cinco años’. Las agencias humanitarias no dan abasto. Y en cualquier caso, tampoco pueden acceder a cada uno de los puntos cardinales del país. Yemen era el país más pobre de Oriente Próximo. Hoy, pese a la indiferencia de la prensa y la desidia de Occidente, se perfila como uno de los mayores descalabros del siglo XXI.
La coalición suní liderada por Arabia Saudí y compuesta principalmente por los países del Consejo de Cooperación del Golfo – con la excepción de Omán -, ha recuperado gran parte del sur, pero sigue bombardeando objetivos prácticamente día tras día. Militares o civiles, poco importa con tal de que se encuentren bajo el control de los denominados ‘rebeldes’, los hutíes. Y aunque estos últimos vayan perdiendo terreno, nadie garantiza que puedan ser derrotados en su propio campo de juego, tan montañoso y enrevesado que en su momento humilló al poderoso Ejército egipcio. Si esto es así, se preguntaran, ¿qué es lo que impulsa a que los Estados del Golfo sigan insistiendo, a pesar de las conferencias de paz en lujosas y lejanas ciudades que se convocan cada semana, en la victoria manu militari?
Un ‘rito de pasaje’
Aunque no sea equivocado apuntar con el dedo hacia los actores locales (a los que luego se hará referencia), el punto de inflexión lo representa en este caso la injerencia de los países del Golfo. La Guerra de Yemen parece haberse convertido en un ‘rito de pasaje’ para los mismos, que cañoneo tras cañoneo intentan demostrar así que son países maduros completamente autónomos respecto de Occidente. Países que ya no se sirven sólo de sus arcas para alcanzar sus objetivos geo-estratégicos. Excepto en lo que a comprar armamento se refiere. Estas monarquías no necesitan a un Estados Unidos cada vez más reacio a mancharse las manos o a capitanear una lucha que nunca llegó a hacer verdaderamente suya. Tampoco quieren ni oír hablar de una Europa completamente irrelevante que, de todos modo, nunca les miró sino con condescendencia. Por su parte, y capítulo de una estrategia que intentaron poner en marcha en Siria, pero que todavía no ha dado sus frutos más allá del servilismo del régimen de al-Sisi en Egipto, Arabia Saudí intenta apuntillar su imagen de punto de referencia en la región. Un nuevo liderazgo, fruto de intrigas palaciegas, y una postura cada vez más desafiante, dan buena fe de ello. Después de todo, el Golfo ya había tenido ocasión de dejar claras sus pulsiones intervencionistas cuando invadió Bahrein en 2011. El mensaje es claro: ‘nuestro patio trasero es nuestro y allí hacemos lo que nos venga en gana’.
Todo ello se hace aún más trascendental en una época de turbulencias en la que el autoritarismo árabe se enfrenta a una de sus peores rachas. La ‘Primavera Árabe’ no sólo removió conciencias entre ciudadanos, sino que llegó a poner en jaque – aún sin derrocarlos – el status de muchos dignatarios. Incluso el de reyes y jeques del Golfo. Poco a poco se hace más patente que el petróleo ya no es suficiente para comprar mentes y corazones. Y, de todas formas, quizás no sea ya ni un medio en unos años a la vista de la evolución de los precios de la energía. La represión y el paternalismo fueron útiles durante décadas, pero en una época en la que la globalización se ha convertido en la norma y la insatisfacción se contagia más rápido que la peste, los ciudadanos – incluso los más acomodados – exigen algo más, aunque muchos sean todavía incapaces de concretar el qué. Muchos dentro de esos territorios cuestionan la injerencia de sus gobiernos en Siria y más allá, en conflictos que parecen habérseles ido de las manos. En efecto, las derrotas y pasos atrás en Yemen son percibidos como prueba de que ni sus Ejércitos ni su política exterior están preparados para ‘volar solos’.
El analista Ayesha Almazroui habla además de cómo intensificar o provocar conflictos de este calibre contribuye a forjar una identidad nacional. De cómo la puesta en marcha del servicio militar obligatorio o el envío de futuros mártires a territorio yemení contribuye a que los nacionales de determinados Estados del Golfo – ya de por sí privilegiados por el mero hecho de haber nacido como tales – perciban que sus conciudadanos están dispuestos no a morir por su fe, sino a morir por su país. Nacionalismo y monarquía no suelen casar bien a largo plazo. Esta mentalidad no es baladí si tenemos en cuenta que se trata de países extremadamente jóvenes en los que no existe por tanto ni una Historia ni una cultura, ni nada más allá de la religión y la riqueza, que garantice la cohesión de los pueblos. La guerra – frente a un tercero, claro – consolida los vínculos nacionales. La reacción inicial a la muerte de 67 soldados del Golfo el pasado 4 de septiembre, difundida a lo largo y ancho de medios de comunicación y redes sociales, dejó patente el golpe que había recibido un público no acostumbrado a sacrificar hijos en conflictos extranjeros.
Algunos hablan de ‘Guerra Fría en Oriente Próximo’. Si que es cierto que no hay que olvidar el pavor que genera en el seno del Consejo de Cooperación Golfo que el sempiterno chivo expiatorio, también conocido como Irán, expanda su influencia más allá de sus fronteras. Miedo que también provoca el que Irán se convierta poco a poco en un aliado occidental gracias a un acuerdo nuclear que los países del Golfo han acabado aceptando a regañadientes pero siguen mirando de reojo con recelo. Sobre todo les atemoriza que Irán expanda su influencia entre sus propios ciudadanos, como es el caso en Arabia Saudí y Bahrein, en donde ciudadanos chiitas no han dudado en tomar las calles para lamentarse de su estatus de ciudadanos de segunda clase. Y quizás lo que no se les haya podido pasar por la cabeza a estos países en los que la religión sigue erigiéndose como principal legitimadora de gobernantes absolutistas sea que el problema no es tanto la influencia que viene del exterior como el resentimiento en el interior. Quizás cuando sean los millones de inmigrantes sin derechos los que decidan levantarse y contestar lo tengan más claro.
Una ventaja para al-Qaeda
Mientras tanto, son los actores no estatales los que se erigen como principales – por no decir únicos – vencedores en este caos. En situaciones de vacío de poder, todo gira en torno a las comunidades y a quién pueda garantizarles un mínimo de estabilidad. Echen un vistazo a la evolución de la situación en Libia para hacerse una idea. Y entre estos actores destaca al-Qaeda, o más bien su rama en el país, al-Qaeda en la Península Arábiga. El grupo ya se había venido reforzando antes de que el conflicto recibiera con los brazos abiertos a la injerencia extranjera. Hoy es el único que está sacando provecho de la situación gracias a un controvertido pacto de no agresión con la coalición anti-houthi. Se constata incluso que los jihadistas han llegado a luchar algunas batallas del lado de la coalición. Y esto a pesar de que estos países han sido víctimas de ataques de al-Qaeda en no pocas ocasiones. De nuevo, como ha ido lentamente ocurriendo con Daesh – que también cuenta con su propia franquicia en Yemen – en Siria e Iraq y otros extremistas educados en el salafismo, se hace realidad el adagio según el cual ‘cría cuervos…’.
Al-Qaeda ha sido capaz de ganarse corazones y mentes hastiados, convirtiéndose en una tercera vía abierta para algunos. La organización se ha aliado así con combatientes tanto anti-houthis como anti-coalición. Poco a poco consigue incluso infiltrarse en la Administración y sentar así las bases de una dominación futura, como ha ocurrido en la provincia de Hadramawt, donde se encuentra el puerto clave de Mukalla. La realidad es aplastante: al-Qaeda no tiene verdadero enemigo en Yemen: Estados Unidos como mucho lanza drones ocasionalmente, Occidente ni se plantea intervenir (¿quizás cuando lleguen a sus costas y fronteras refugiados yemeníes?), el Ejército del país – o lo que queda de él – está a las órdenes de la coalición y los houthies destinan todos sus medios y esfuerzos a luchar contra lo que consideran una ‘invasión’.
¿Solución a la vista?
Jacinto Benavente decía que el pretexto para todas las guerras es conseguir la paz. No queda claro que sea ésta la prioridad de la coalición anti-houthi. Qatar y otros países han enviado a lo largo de las últimas semanas un millar de soldados a Yemen como antesala a la batalla por la capital. Se maneja por tanto la opción de una intervención terrestre, que augura años de inestabilidad – de nuevo, echen un vistazo a los precedentes en la región – en un país ya hecho añicos en el que el rencor de sus habitantes crece día tras día. ¿Que piensan que va a ocurrir cuando acabe la guerra, si este es en algún momento el caso? ¿Serán capaces de soportar el coste de la reconstrucción?
Y mientras tanto, todos ignoramos a los que de verdad decidirán sobre y sufrirán el futuro del conflicto, los actores sobre el terreno, actores que, como ya se indicaba en este artículo, sería vital incluir en cualquier proceso decisor con vistas a acabar con el conflicto. No basta con que Arabia Saudí – y todos sobre las que ésta ejerza una enorme influencia – e Irán dejen de ingerir y contribuir a que aumente el baño de sangre. Todo actor exterior debería encaminar sus esfuerzos a que una transición hacia la paz sea inclusiva y permita tomar decisiones en pie de igualdad a los hutíes y sus círculos de influencia, a los aliados del antiguo Presidente Saleh, al gobierno en el exilio (ya no tanto, pues el Presidente Hadi ya ha vuelto a Aden) y la vagamente denominada ‘Resistencia Popular’ – grupos islamistas como el partido al-Rashad, milicias tribales en los gobernorados de Ta’izz, Ibb, al-Baidha, Marib and al-Jawf, y el movimiento separatista sureño Hirak. Aunque quizás hablar de igualdad a estas alturas no sea sino una entelequia. Al igual que hablar de paz. Lo dicho, la tormenta perfecta.
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