El Líbano puede vanagloriarse de representar una excepción a muchas de las reglas que perfilan Oriente Próximo: país multisectario por naturaleza, país en gran parte abierto a la modernidad, democracia de iure, lujo y minifaldas en las calles de su capital… Una excepción con sus propias excepciones, una paradoja continúa que encuentra su punto culminante en la afirmación: ‘el Líbano es un país en el que la población no encuentra motivos para echarse a la calle’. Estas últimas semanas están contribuyendo a derribar este mito. En un Beirut en el que las filosofías del ‘carpe diem‘ y el ‘laissez faire‘ se convirtieron durante la Guerra Civil en mantra de varias generaciones, la basura ha tenido que acumularse en las calles y el hedor ha tenido que impregnar piel y ropajes para que muchos de sus ciudadanos griten al unísono lo que la clase política lleva años inspirándoles: ‘¡Apestáis!’.
En 2011 los levantamientos de la ‘Primavera Árabe’ no encontraron réplica significativa en el pequeño Estado. Muchos creen que no había dictador a quién derrocar. Otros atribuyen tal pasividad al hastío – que no indiferencia – de los libaneses frente a su clase política. En Egipto, tras la revolución de 25 de enero de 2011, los analistas comenzaron a denominar a una porción creciente de la población afiliados al ‘Partido del Sofá’ (‘Couch Party’). Nada o casi nada conseguiría moverles del mismo y lanzarles a las calles a luchar por sus derechos. Hasta que su comodidad se viera puesta en entredicho. El último levantamiento que hizo que se tambalearan los propios cimientos del país tuvo lugar en 2005: la ‘Revolución del Cedro’ estalló como respuesta al asesinato de Rafik Hariri y consiguió algo que políticos y diplomáticos dentro y fuera del país llevaban años intentando: la retirada de las tropas sirias, el fin de la injerencia directa (que no indirecta) del régimen de los Assad. En 2005 había un claro enemigo al que señalar con el dedo, mientras que hoy los enemigos parecen ser todos los hombres encorbatados que se niegan a tomar decisiones fundamentales para que el país siga funcionando ‘con normalidad’.
Las protestas arrojan luz sobre lo que las autoridades libanesas llevan años intentando esconder: un sistema disfuncional que durante décadas se ha perpetuado ante la imposibilidad de encontrar uno mejor, y una sociedad paralizada por el miedo a que el comunitarismo llevado el exceso les vuelva a sumir en el infierno de la guerra. Este sistema de reparto de poder equidistante entre las principales confesiones – cristianos maronitas, musulmanes sunitas, musulmanes chiítas y drusos – vió la luz con la Constitución con la que los franceses dotaron al país en 1926, y únicamente se ha visto reformulado en dos ocasiones, con el Pacto no Escrito de 1943 y con los Acuerdos de Taef de 1989. Todo ello sin que nada sea capaz de determinar cuál es hoy la composición exacta de la población, ya que el último censo se remonta a 1932. Aunque ello no debería importar, ya que el objetivo fijado hace 26 años era que este modelo de cuotas sectarias fuera abolido progresivamente. El consenso cortoplacista entre las élites de salvaguardar el status quo cueste lo que cueste impidió precisamente que las protestas de 2005 auparan a nuevos líderes en el poder.
Este sistema de reparto de poder imperfecto reposa sobre varios factores. Comunidades basadas en creencias que no todos sus miembros respetan conscientes de que el sectarismo es la única carta que les queda antes de ver nacer una democracia representativa que pueda poner en peligro sus intereses. Dos bandos – o coaliciones, como son la del 14 de marzo y la del 8 de marzo – creados tras 2005 y que representan el colmo del inmovilismo y del clientelismo. Hombres de negocios y compañías que se lucran gracias a la existencia de ‘Estados dentro de un Estado’ (o, según algunos, de un Estado fallido o incluso de la ausencia de Estado). Caudillos de guerra de retórica exquisita que siguen erigiéndose en figuras bélicas aún en tiempos de paz, como es el caso de Hassan Nasrallah, Walid Joumblatt o Michel Aoun. Caudillos locales o ‘zaim’ por los que pasa cualquier decisión. Estados y actores no-estatales para los que la injerencia en el Líbano se ha convertido en una constante geoestratégica. Una milicia como Hezbollah fundada sobre la base de la resistencia frente a Israel que tiene hoy más poder que el Ejército. Una proporción no desdeñable de la población aturdida por una combinación de pasión por la inestabilidad y la complacencia que aportan el consumismo y la globalización. Un espejismo de seguridad y excepcionalismo fácil de vender si se echa un vistazo al vecindario.
Es precisamente el miedo de la población lo que ha alimentado las acciones y pretensiones de los actores políticos durante estos últimos años y décadas. Miedo, entre otros, ayer a los palestinos y a los israelíes, y hoy a los salafistas y a las hordas de refugiados. Un miedo que ha legitimado vacíos de poder y parálisis institucional. Hace dos años, el país no tenía Gobierno. Hoy el Líbano parece incapaz de dotarse de un Presidente, para lo que no hace falta ni siquiera celebrar elecciones. Cada uno de los 24 Ministros del Gabinete interviene únicamente para vetar propuestas propuestas por otro. Mientras tanto, el Parlamento elegido en 2009 – que ya ha renovado artificialmente dos veces su mandato – se muestra impotente ante los retos que trae consigo el día a día de los libaneses. La postergación y las tiritas ad hoc parecen haberse convertido en señas de identidad de los propios libaneses. Sobrevivir a toda costa. Mantener el status quo. Salvese quién pueda.
Un miedo que ha perpetuado en el poder a políticos incompetentes. Un miedo que ha conseguido silenciar durante años a la ciudadanía. Un miedo que durante décadas ha conseguido erosionar la propia idea de bien público, como ejemplifica la emblemática ‘Plaza de los Mártires‘. La propia idea de derechos básicos y libertades fundamentales. Y así, poco a poco, golpe a golpe, la seguridad, en todas sus dimensiones, de la población.
La reacción de las autoridades no se ha hecho esperar, y es cuanto poco predecible. Unos abogaban por la represión más acérrima, y estos últimos fines de semana han estallado duros enfrentamientos entre las fuerzas de seguridad y activistas – o matones, depende de la versión que se escuche -. Incluso llegó a erigirse – aunque sólo por 24 horas – un muro frente al ‘Grand Sérail’ la sede del Gobierno, de nuevo al más puro estilo ‘régimen egipcio’. Otros, como el General Aoun, han optado por intentar ganarse el favor de los manifestantes y clamar contra un sistema que ellos mismos han contribuido a crear. De momento, el movimiento sigue enarbolando con orgullo su naturaleza no partisana. Los activistas se han negado a acoger con los brazos abiertos a quienes representan la esencia misma del problema.
No escapa a ningún analista el riesgo de que empujar el sistema político del país al borde pueda resultar en un caos total. La anarquía es paradójicamente el caldo de cultivo ideal para que se perpetúe la situación actual. Si el Gobierno actual es derrocado y se aprueba una nueva Constitución, no son pocas las posibilidades de que sean los actores fuertes de siempre – y en particular Hezbollah – los que acaben ganando este pulso. Varios activistas abogan no por forzar una dimision del Gobierno, sino por una convocatoria urgente de elecciones legislativas que dote de legitimidad a un Parlamento del que la poblacion desconfia. Independientemente de los riesgos a futuro, muchos libaneses ven estas protestas con ilusión, como una prueba de que la sociedad civil en Líbano está viva y coleando y puede llegar a poner en jaque a algunos en la elite. Parece perfilarse este como la única vía para que los libaneses lleguen a un contrato social en el que la igualdad efectiva y la democracia real se erijan como pilares fundamentales
¿El problema? La incapacidad que ya a estas alturas se aprecia de crear una oposición homogénea con demandas concretas y coherentes basadas en una estrategia a medio/largo plazo. El riesgo de que el ‘enemigo’ se haga difuso e imposible de localizar. La imposibilidad de aprender de los errores cometidos por movimientos similares en Egipto, Yemen o la propia Siria. El peligro de que el diagnóstico sea acertado, pero también de que la cura no esté al alcance de la ciudadanía. Cambiar los hábitos exige tiempo y esfuerzo, y sobre todo, una férrea ‘voluntad de reconsiderar sus valores fundamentales’, tal y como señala John Bell en su análisis para Al Jazeera. Es El Líbano un país siempre al borde del abismo, cuyos habitantes parecen darse cuenta poco a poco de que ha llegado la hora de reaccionar antes de que sea tarde. La carta de despedida al país del Embajador británico lo deja bien claro: ‘Cuando pensamos que hemos tocado fondo, escuchamos un sonido débil aún más al fondo’. Hasta que no se escuche nada.
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