Warren Buffet dijo una vez que “se necesitan veinte años para construir una reputación y cinco minutos para arruinarla”. La popularidad de los Hermanos Musulmanes ha caído en picado a lo largo de los últimos doce meses. A ello se añade una sorprendente división dentro de la propia facción islamista, representada por las declaraciones del Partido salafista AlNour, que acusa a Morsi de haber traicionado a Dios y de no ser un verdadero representante del Islam. De hecho, su líder, Yasser Borhami, proclamó recientemente que “si millones de personas salen a la calle, también pedirán a Morsi que dimita”.
Eso no significa empero que la enorme base de apoyo popular que les caracteriza y envalentona se haya erosionado, como demostraron las protestas ‘Tagarod’ del pasado viernes 21 de junio a favor de Morsi. Esta es precisamente una de las lecciones que los Hermanos han aprendido: la baza principal de los revolucionarios que pedían el derrocamiento del antiguo régimen era la movilización de masas, ¿qué mejor manera de contrarrestarles y deslegitimarles que la movilización de un gran número de seguidores dentro de un bloque pro-islamista? A medida que los Hermanos se acomodaban en el poder, la táctica del millioniyya (un millón de personas) en la Plaza Tahrir se volvía ineficaz para desencadenar el cambio. La Hermandad ha sido muy prudente al poner en marcha una estrategia para demonizar a la oposición, o, en todo caso, para al menos ridiculizarla. Hasta cierto punto, y en ese sentido, Egipto a veces parecía estar de vuelta a los tiempos de Mubarak, con “puñados de activistas” llenando una plaza rodeada o bien por las fuerzas de seguridad, o bien por barbudos enfervorizados defendiendo el mandato legítimo de un Presidente democráticamente electo y su Gobierno, listos para intimidar a los primeros. Lo que los Hermanos gustan de llamar “política de la calle” se convirtió poco a poco en algo inútil y aburrido como para atraer a un mayor número. Hasta ahora.
Nadie duda que el movimiento ha insuflado un nuevo impulso a la estancada escena política del país, que hoy por hoy parece revivir el espíritu de la revuelta que derrocó a Mubarak hace más de dos años. En aquel momento, uno de los logros más importantes de la Revolución fue la sensación de empoderamiento que muchos egipcios tuvieron, hoy libres para expresar sus puntos de vista y denunciar públicamente las malas acciones de las autoridades.
¿Representará el 30 de junio realmente una nueva revolución? Es la primera vez que el instrumento de la moción de censura se utiliza en Egipto (tiene que tenerse en cuenta que ni la Constitución ni ninguna ley mencionan la posibilidad de iniciar un cambio político mediante la mera recogida de firmas), y es por ello que autores de renombre han trazado un paralelo entre la campaña y la revolución de 1919, cuando el pueblo egipcio delegó su autoridad en Saad Zaghloul y sus aliados para formar una delegación que le representara y hablara en su nombre durante el enfrentamiento con la ocupación británica. Este no es el único precedente: en 2010, la Asociación Nacional para el Cambio (paradójicamente respaldada entonces por los Hermanos Musulmanes) reunió más de un millón de peticiones firmadas para presionar al entonces presidente Hosni Mubarak en pos de la reforma política y la organización de elecciones justas.
¿Cuáles son entonces los posibles escenarios tras el 30 de junio?
Se presenta primero la opción “día de la marmota”, en la que nada ocurre a pesar del bombo y platillo, y los manifestantes poco a poco deciden retornar a sus casas con la cabeza gacha. En lugar de temer al 30 de junio, varios Hermanos lo ven como una oportunidad para dar un golpe de gracia a sus débiles y divididos oponentes. Lo mismo ocurrió tras las manifestaciones organizadas el 25 de enero de 2013. A pesar de que el resentimiento seguirá prevaleciendo, la calma dominará y los Hermanos continuaran con la aplicación de sus planes, predeciblemente ahondando su postura autoritaria. Tras las elecciones el Parlamento volverá a estar dominado por los Islamistas, la oposición seguirá haciendo ruido sin representar una amenaza real, un Egipto democrático habrá aparentemente recuperado la estabilidad… O quizás no, ya que lo único que se conseguiría sería llegar de nuevo a punto muerto. Muchos egipcios todavía sienten que su país ha sido secuestrado por una fuerza organizada que recurrirá a cualquier medio para ganar y para imponer su proyecto ideológico sobre toda la población.
Que se produzca un avance político tampoco debe ser descartado como resultado. A pesar de los llamamientos a la revolución, día tras día aumenta un lacerante deseo público de alguna resolución, cualquier resolución, a cualquier precio. Más aún si las alternativas son la violencia generalizada o el retorno al gobierno de los militares. Muchos egipcios anhelan una solución viable, y ello podría eventualmente llevar a la mayoría de las facciones a trabajar juntos para reconstruir la autoridad del Estado.
Sin embargo, esta opción no se ajusta a la opinión de los islamistas, ilustrada por la expresión “Egipto sufre una sobredosis de la democracia” por la que los egipcios se han vuelto locos y deben ser controlados, lo que a fin de cuentas puede justificar la represión y las detenciones masivas el 30 de junio. Esto último llevaraá con toda seguridad aparejada una grave escalada de la violencia de ambas partes, una polarización aún más profundade la sociedad, y la reanudación de un pulso en el que en realidad casi nadie estaría interesado, ya que podría inevitablemente acabar empujando a Egipto a la condición de “Estado fallido”. Por muchas razones, el concepto de Estado fallido no es extraño en Oriente Medio. Basta con mirar a Líbano en el pasado o a Siria hoy en día. Sin embargo, ¿no es Egipto demasiado grande para caer? ¿Qué ocurre si Egipto es demasiado grande para ser salvado?
¿Se verá Morsi forzado a dimitir ante tanta presión pública? A pesar de que la petición clave de la campaña es la celebración de elecciones presidenciales anticipadas, y a pesar de los malos resultados cosechados por el Gobierno (admitidos por el propio Morsi), es clave recordar una vez más que esta vez es diferente. Por un lado porque este fue elegido democráticamente y libremente, por mucho que la derrota de un representante del antiguo régimen como Shafiq tuviera mucho que ver con ello, y por otro lado, porque ésta no es una situación de un frente unido de amplio espectro contra una dictadura, sino de una mitad del país contra la otra mitad.
Además, ¿alguien realmente cree viable que los Hermanos cedan un poder que les ha resultado tan difícil acaparar? ¿Se sentirán los militares obligados a intervenir? Por extraño que parezca, cada vez más voces han pedido públicamente la vuelta al poder de los militares, sobre todo a la vista de algunos movimientos de la Hermandad, tales como recurrir a niveles preocupantes de violencia o agredir a la libertad de prensa y a la sociedad civil. El ministro de Defensa, el General Abdel Fattah El-Sessi lo ha insinuado una y otra vez: el ejército tiene que cumplir con su compromiso de ponerse del lado de los ciudadanos y proteger la integridad del Estado. Muchos oficiales han indicado que no tienen nada que ver con la reforma política y el cambio siempre y cuando la “cohesión social” no se vea amenazada. ¿Cuál sería para ellos el punto de inflexión?
Teniendo en cuenta su rendimiento discutible antes de la elección de Morsi, el ejército tendría que verse claramente dotado de una indiscutible legitimidad popular para intervenir como lo hicieron en el pasado, conscientes de cuáles son los retos y riesgos: su naturaleza no democrática que les hace incapaces de construir el amplio consenso necesario para toda reforma, la inexistencia de una persona o partido capaces de establecer un mejor control que Morsi a quienes podían otorgar el poder, la posibilidad de que su reputación se vea seriamente empañada si se muestra incapaz de garantizar la seguridad en las calles de Egipto…
Lo que salta a la vista es que Egipto va a perder aún más tiempo absorto en un torbellino de luchas internas, tomado como rehén por una intoxicación de poder y un cierto grado de paranoia por parte de la Hermandad, y por la ausencia de una estrategia efectiva en lo que a la oposición respecta. Para empeorar las cosas, la división ideológica parece estar profundizándose con, por un lado, un gobierno que con frecuencia actúa como si fuera una continuación del régimen de Mubarak, y por otro, hordas de jóvenes que nunca antes han experimentado la democracia y creen que tienen el derecho de destronar cualquier cosa que no sea de su gusto. Y no es probable que esta enorme brecha generacional pueda ser puenteada en un futuro próximo.
Además, las élites, incluyendo muchos de los corruptos compinches capitalistas aliados con el antiguo régimen, acusados de ser la columna vertebral financiera de la oposición, luchan en realidad por el poder, y no por una verdadera democracia, o incluso el cambio en el sentido real de la palabra. No hay que olvidarse de una comunidad internacional cuya contribución parece ser ineficaz si no a veces contraproducente.
La Hermandad puede parecer un fracaso, pero su fracaso no es de su única cosecha, ya que también se debe a la falta de cooperación de muchas instituciones cuyo apoyo es vital y esencial para el funcionamiento de un Estado, como la policía y el poder judicial. La única cosa que realmente puede salvar la democracia en Egipto es la propia democracia: la Hermandad tiene que reformar y abrir el camino hacia una democracia más inclusiva, mientras que la oposición debería proponer alternativas políticas coherentes y hacer creer que son capaces de tomar el poder a través de elecciones. No hay necesidad de reactivar la revolución, sino de inventar un proceso político sostenible. Esto no es una revolución, sino una continuación de una revolución sin terminar. Maquiavelo dijo una vez: “no hay nada más difícil de llevar en la mano, más peligrosa para conducir, o más incierta en su éxito que tomar la iniciativa en el establecimiento de un nuevo orden de cosas”.
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