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¿Es la Francia de hoy un país racista? El elefante en la sala

Francia se ha erigido durante décadas como referente e ideal de una república laica en estado puro, una nación orgullosa de su historia y raíces, pero también (o precisamente por ello) una nación inclusiva deseosa de mostrar sus virtudes a todo aquel que desee residir en su seno. Una República que crea ciudadanos que llevan marcados a fuego en sus conciencias las palabras "libertad, igualdad y fraternidad". Parece sin embargo que el país que para muchos representaba un faro entre tanta oscuridad extremista en Europa está inmerso en un pulso contra el mismo: un pulso entre la République y un país multicolor, un pulso entre sus ideales y su día a día. Un pulso entre un estado que inauguró la larga travesía de la protección de los derechos humanos con su mítica Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, una república nacida de una revolución que puso Europa patas arriba al pretender luchar contra los privilegios arbitrarios y garantizar los mismos derechos a todos los seres humanos sin distinción. Una República que ahora parece haber dado forma a algo bien distinto al sentido de pertenencia y unión nacional entre personas de diferentes clases sociales, diferentes culturas y diferentes colores que tantos han admirado desde su más tierna infancia. Un Estado que muchos se atreven a llamar racista.

Uno de los acontecimientos que más revuelo ha despertado a este respecto estás últimas semanas han sido los insultos contra la Ministra de Justicia, una mujer negra de origen guyanés y de nombre  Christiane Taubira, que ya había sido fuertemente criticada por un sector de la población francesa como consecuencia de su apoyo a otra de las grandes controversias del 2013 en el país galo, la legalización del matrimonio sexual ("mariage por tous"). La dignataria fue en un (rudimentario) fotomontaje comparada con un mono en la página de Facebook de Anne-Sophie Leclerc, ex candidata del Partido del Frente Nacional (FN), formación de extrema derecha cuyo estandarte es la familia Le Pen. Poco después llegó el turno de unos niños, que durante una manifestación en Angers entonaron al unísono, en referencia a la Ministra, las palabras "mono, cómete tu banana". Unos ataques que sin embargo en un primer momento no fueron objeto de mayores comentarios en la prensa nacional. Hasta que la propia Taubira denunció tales actitudes en el diario Libération como "un ataque al corazón de la República": "lo que más me sorprende es que no hubiese una señal clara que nos advirtiera sobre la deriva de la sociedad francesa", mostrándose también enormemente preocupada por la inexistencia de una condena conjunta por parte de todos los partidos del espectro político. No tardaron en surgir declaraciones de apoyo a lo largo y ancho del país.
Quien de verdad se atrevió a poner el tema sobre el tapete y a abrir la caja de Pandora de los complejos franceses fue uno de los primeros periodistas de color que había alcanzado el éxito en el país, Harry Roselmack, denunciando, bajo el titular: "Aquí estoy, de vuelta a mi condición de negro", "el regreso de la Francia racista". Roselmack sorprendió así a propios y ajenos al afirmar que en realidad Francia siempre ha sido un país con un "trasfondo de racismo que resiste el tiempo y las consignas, no sólo dentro del FN, sino también profundamente inserto en la sociedad francesa". Según el comentarista, se trataría de un "legado de la antigüedad, una justificación para la esclavitud, la dominación suprema y criminal y la colonización" (artículo publicado por el diario Le Monde), de lo que dan muestra los carteles "Hay buenas Banania" que adornan numerosos establecimientos. Roselmack cree, en efecto, que "si continuáramos permitiendo que pieles de Banania cuelguen en nuestro cerebro, deberemos seguir temiendo patinazos hacia la injuria racista".
Otros Ministros han sido objeto de burlas racistas, como denunció Rachida Dati, coincidentemente también Ministra de Justicia bajo el Gobierno Sarkozy, al referirse, entre otros, a los continuos improperios a los que debía enfrentarse en su rica vecindad, el 7ème arrondissement. El racismo también ha fomentado la expulsión de gitanos en Francia, que tanto revuelo causó cuando fue decretada por el ex Presidente Sarkozy y duramente criticada por las autoridades europeas, que pusieron al país al borde de la sanción por violación de derechos humanos. Las autoridades francesas han expulsado sin embargo desde entonces a decenas de miles de gitanos de campamentos improvisados ​​durante los últimos años, en consonancia con una política que ha seguido provocado las críticas de la  Comisión Europea, grupos de derechos e incluso algunos ministros del actual gobierno. El acontecimiento más notable ha sido el "caso Leonarda", una adolescente gitana expulsada junto a su familia del país, por la que sus compañeros primero, y gran parte del país después, decidieron solidarizarse, llegando a forzar incluso la retractación del Presidente Hollande. Algunos han creído ver un rayo de esperanza con la creación de un movimiento estudiantil para defender los derechos de aquellos de sus compañeros ​​sin papeles que han sido expulsados.
Quizás conscientes de los problemas a los que el país hacía frente, en mayo de 2013 la Asamblea Nacional de Francia decidió eliminar la palabra "raza" (y sustituirla por la palabra etnia) de las leyes del país, término sin base científica alguna pero tremendamente ligado a la Historia nacional, que además podría dar legitimidad legal a ideólogos racistas. Ya en marzo un órgano asesor del gobierno había informado de que la intolerancia estaba en alza en Francia, ante un aumento del 23 por ciento de los actos racistas registrados en 2012. De hecho, y de acuerdo con una encuesta realizada por la agencia de sondeo OpinionWay, la mayoría de los franceses (59%) cree que el racismo ha aumentado en su país. Una mayoría también afirmaba que el racismo es peor en Francia en 2013 de lo que era hace 30 años y que también es ahora "más difícil" ser musulmán o judío. Estos resultados concuerdan con informes recientes que constatan un aumento de incidentes antisemitas e islamófobos en los últimos meses.
No son pocos los que creen que, sin embargo, estas actitudes se han visto enormemente favorecidas por la aparición de nuevos medios de comunicación. Como bien señala Aline Le Bail-Kremer, de la organización SOS Racisme en un artículo publicado en el periódico L'Orient-Le Jour, "algo tiene que ocurrir para que el ataque a un Ministro de la República se centre en cosas como el color de su piel". Citado por Libération, uno de los medios que más activos se están mostrando en este frente, el sociólogo Michel Wieviorka señaló que "la novedad no es el racista rutinario, es el tráfico de Internet lo que abre un nuevo espacio para los xenófobos que nunca antes osaron manifestarlo". Tal y como observaba la propia Taubira, los incidentes registrados en las últimas semanas demuestran que "las inhibiciones desaparecen, los diques caen". La globalización (o mundialización, como gustan de llamarla los franceses) ha traído consigo un mayor contacto entre culturas y, en ocasiones, ha permitido que los ciudadanos aprendan a ser tolerantes. Pero la globalización también ha traído de su mano una cierta homogeneización de la sociedad que, en algunos supuestos, "cosifica" al ser distinto, presa fácil de la discriminación. Por otro lado, la libertad de expresión nos hace a todos más iguales, pero a veces también permite insultar al que parece no serlo.
Quince años después de que el orgullo de una insignia "Black-Blanc-Beur" (negros, blancos, árabes nacidos en Francia en la década de los 90) triunfara después de la victoria de la selección francesa de fútbol en la Copa del Mundo, Francia parece condenada a un discurso del odio, que muy a menudo se encuentra en las redes sociales, que ya nadie considera necesario condenar. En este sentido, no pocos activistas alertan sobre una cierta banalización del discurso xenófobo, sobre un homogéneo trasfondo de apatía generalizada. Apatía que parece derivar de dos concepciones: o bien  se considera que el racismo es algo minoritario, encuadrado dentro de un sector muy específico de la sociedad que no obedece a la censura externa; o bien el racismo es algo tan extendido y repandido que ya no merece la pena luchar contra ello. En cualquier caso, ya casi nadie parece sentir la necesidad de luchar contra los actos xenófobos. Y los pocos que lo hacen, afirman toparse contra un espeso muro de cristal que la sociedad en su conjunto no parece dispuesta a derribar.
Algunos consideran no obstante que, a pesar de acontecimientos aislados a los que casi ningún país es completamente ajeno, Francia no es un país racista, sino todo lo contrario. Así, el racismo sería utilizado por algunos políticos galos para desviar la atención del gran público y de las minorías concernidas, una atención que en otras circunstancias se vería sin duda centrada en la complicada situación económica que atraviesa el país, que le ha valido incluso una bajada de nota por parte de S&P. En este sentido, el comentarista de Le Fígaro Guillaume Roquette rememora la denominada "marche des beurs" (manifestación anti-racista en 1983), que tuvo lugar hace precisamente 30 años, también en un contexto de crisis económica y social. El propio Primer Ministro Jean Marc Ayrault señalaba, al condenar los acontecimientos, que sin embargo no había que alarmarse en exceso, ya que no eran síntomas de un problema mayor,
En un contexto de profunda crisis económica, una mayor visibilidad de la diversidad es difícil de soportar para algunos, que optan por la explicación más simple: culpar al inmigrante. O, en este caso, al hijo o nieto de inmigrantes, ciudadano de pleno derecho como ellos. Y así crear un enemigo en el interior del país. Y utilizar el miedo para atraer la confianza y los votos de franceses insatisfechos con la deriva que ha ido tomando su país. Cabría preguntarse a este respecto si lo que inspira mayor odio es la diferencia de raza o la diferencia de clase: tal y ctido, habría que señalar que Francia se ha ido convirtiendo, en la mayoría de las ocasiones a la fuerza, estas últimas décadas en un país cada vez más comunitarista, en el que la identidad define a una gran mayoría de los individuos, en muchas ocasiones definidos ya no como ciudadanos, sino como miembros de un grupo o habitantes de un ghetto (¿alguien recuerda los disturbios de las banlieues a los que el propio Sarkozy tuvo que enfrentarse como Ministro del Interior en 2005?). Pero, tal y como señaló la Ministra Taubira, en uno de los países más heterogéneos del continente, "millones de personas se enfrentan a una amenaza cuando a mí me llaman mono, millones de niños saben que pueden ser tratados como monos en el parque". Por otro lado, cabría preguntarse a este respecto si lo que inspira mayor odio es la diferencia de raza o la diferencia de clase: tal y como indica Roselmack en la "columna de la discordia", algunos franceses parecen sentir celos hacia aquellos que son menos afortunados que ellos por el mero hecho de “aprovecharse" de sus impuestos.
Todo ello ocurre en un país donde, en particular como consecuencia de la difícil situación económica, el discurso de la extrema derecha está ganando terreno y se muestra tan imparable que el Front National parece, de acuerdo con encuestas recientes, posicionarse como favorito en las próximas elecciones europeas de 2014. Pese a que el FN decidió condenar el ataque y suspender a su antigua pupila, muchos creen que su discurso ha tenido mucho que ver con la radicalización de una proporción considerable del electorado francés. Incluso una candidata del partido de origen argelino, Nadia Portheault, optó recientemente por renunciar a su puesto de cara a las próximas elecciones municipales que tendrán lugar en 2014, clamando a los cuatro vientos su disgusto ante el racismo y la homofobia de algunos directivos y activistas locales. El propio FN decidió presentar una denuncia contra la Ministra Taubira que, en un gesto que muchos han tildado de cuanto menos valiente, respondió que la idea del FN es "los negros en las ramas de los árboles, los árabes en el mar, los homosexuales en el Sena, los Judíos en el horno".
En efecto, y a pesar de gestos superficiales y excusas a contrarreloj, el propio discurso del FN se estructura sobre la base de una Francia xenófoba y cansada de sus "visitantes". Una Francia que comienza a no aceptar a sus propios disidentes internos, como demostró el asesinato del joven Clément Méric. Una postura que no pocos en otros partidos de la derecha francesa, conscientes del éxito cosechado por tal discurso, se han ido apropiando, difundiendo así y, lo que es aun mas grave, normalizando, ataques a los inmigrantes y minorías que pacen a veces erigirse en chivo expiatorio de una República insatisfecha y acomplejada, representada no sólo por obreros y clases populares, sino cada vez más por una porción de las elites intelectuales de la que tanto se vanaglorian al norte de la frontera española. Muchos franceses aún recuerdan las controvertidas declaraciones del antiguo ministro del Interior Brice Hortefeux según las cuales "por lo que respecta a los árabes, la cosa marcha cuando hay uno, pero cuando hay más es cuando se convierte en un problema". Una postura que sin duda se apoya en los fallos de integración (los errores del multiculturalismo) a los que ha sucumbido Europa, pero que en numerosas ocasiones va más allá, y escoge como objetivo cuestiones tan puramente identitarias como el porte del velo islámico.
A nadie es ajeno que este fenómeno está enormemente relacionado con el contexto europeo, en el que una devastadora crisis ha dado pie a la subida imparable de numerosos partidos políticos de derecha extrema que se sirven del populismo y el alarmismo para atraer los votos de los ciudadanos más volubles a su discurso y fundamentan su postura en la hostilidad hacia la inmigración, la austeridad y la propia Unión Europea. En  países como Austria, Gran Bretaña, Bulgaria, República Checa, Finlandia y  Países Bajos, las cifras obtenidas por estas formaciones sorprenden a propios y ajenos. A nadie escapa la remontada de un partido neofascista hace unos años en peligro de extinción en Grecia, ni la situación de Hungría, donde el partido de extrema derecha Jobbik respalda una política de nacionalismo étnico impregnada de antisemitismo. Algunos como Geert Wilders en los Países Bajos, inmensamente conocido por sus frecuentes ataques contra la religión musulmana, abrieron la veda. En Italia el debate también ha surgido con intensidad ante la larga lista de actos racistas de las que ha sido víctima la ministro de Integración, Kyenge Cecile, desde su nombramiento en abril. En julio, Roberto Calderoni, senador de la Liga Norte, la comparó con un orangután, mientras que un mes antes un concejal del mismo partido había estimado que la Ministra debería ser violada para poder entender los sentimientos de las víctimas de delitos cometidos por inmigrantes .
El comienzo del siglo XXI parece perfilarse como un periodo clave durante el cual Europa - y con ella los estados-nación que la conforman - seguirá madurando y definiendo cuáles son los valores que inspiran su evolución. En este proceso, los principales actores tendrán que tener cuenta que el racismo no es más que una patología subyacente que socava la propia democracia. Y es por ello que el racismo no debería ser nunca visto como una mera postura política, sino como un delito, y por tanto denunciado y perseguido como tal. El odio sólo puede combatirse con tolerancia y transparencia, y es por ello que el discurso político europeo y nacional debería ser más claro, más decidido, construido sobre más bases históricas y proyectado hacia el futuro. Aunque los ciudadanos se vean atenazados por problemas que consideren más acuciantes, debería tener claro en todo momento cuál es el papel que cumplen los inmigrantes y/o "diferentes" en la sociedad que todos comparten. Se trataría pues de vencer el miedo y favorecer así la integración: tal y como señaló Bertrand Russell , "el miedo colectivo estimula instinto gregario, y tiende a producir ferocidad hacia los que no son considerados como miembros de la manada".

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