¿Cuánto tiempo puede funcionar un país
sin gobierno? ¿Y sin presidente? El Líbano parece el campo de
experimentación perfecto para responder a estas cuestiones si el país no
implosiona antes, claro está. El pasado mes de febrero, tras meses de riñas políticas e incontables rondas de negociaciones
el país árabe finalmente se dotó de un nuevo primer ministro – el líder
sunita Tammam Salam, elegido prácticamente de forma unanime por todas
las fuerzas políticas – y de un nuevo gabinete. La primera tarea del
nuevo gobierno de interés nacional fue emitir un esperado comunicado en
el cual se reafirmaba en su responsabilidad de preservar la soberanía,
la independencia y la integridad territorial del Líbano a través de
todos los medios legítimos a su alcance, y afirmando el derecho de los
ciudadanos libaneses a resistir a la ocupación israelí y a liberar a los
territorios ocupados del país. . Esto permitió que el Parlamento les
concediera un voto de confianza que garantiza la inmunidad en caso de un
vacío en la Presidencia. Un supuesto de lo más probable, que tres meses
después se convertiría en realidad.
El plazo constitucional para la elección
del nuevo presidente se agotó el 25 de mayo. Hoy en día, el Líbano
todavía no cuenta con un jefe de Estado, y se enfrenta a una tarea
hercúlea: buscar un candidato del gusto de todos dentro y fuera del
país. Por si fuera poco, la legislatura actual llegará a su fin en
noviembre de 2014 y todo parece apuntar a que tampoco tendrán lugar las
cacareadas elecciones de las que todos los periódicos hablan estos días.
Varios diputados cristianos – a la comunidad cristiana le aterroriza la
posibilidad de no tener un representante a la cabeza del país,
construido sobre la base de una troika maronita-chií-suní – han
amenazado con boicotear cualquier sesión parlamentaria que no tenga como
objetivo elegir a un presidente. Este vacío presidencial – el tercero
desde 1975 – deja tras de sí una Cámara de los Diputados y un Consejo de
Ministros paralíticos. El Parlamento no puede legislar, el gobierno se
ve paralizado y los intereses de la población tienen que esperar – algo a
lo que ya parecen estar acostumbrados en un estado que en algunos
períodos, en los que toda autoridad reposaba en las distintas
comunidades, fue difícil definir como tal -.
Hoy en día, una figura mítica en el panorama político libanés como es el general Michel Aoun parece erigirse – una vez más, y tras muchos intentos – en el hacedor de reyes para acabar con el vacío presidencial.
La paradoja es que Aoun, durante años en el exilio por enfrentarse
abiertamente a la ocupación siria, es hoy un aliado fiel de Hezbollah.
Todo ello a pesar del marco constitucional y a pesar de lo que los
propios libaneses tengan que decir. De hecho, todos los presidentes
desde la guerra civil han sido aupados al poder en el contexto de
“circunstancias excepcionales”, es decir, tejemanejes y acuerdos entre
los principales actores en el interior y en el exterior. Los propios
libaneses tienen parte de culpa, ya que el fuerte sentimiento
comunitario y la ausencia de una identidad libanesa unificada no ha
hecho sino poner en bandeja de plata a las facciones libanesas una
excusa para solicitar apoyo del exterior. Y es que la política libanesa
ha estado siempre – incluso antes de la independencia – sujeta a la
injerencia extranjera, siendo la situación actual el ejemplo perfecto de
ello. Pocos son los poderes que no están involucrados en la actualidad –
de una manera u otra – en este dilema presidencial: ya pueden ser Siria
e Irán (y la influencia que ejercen sobre Hezbollah), como Arabia
Saudí, Estados Unidos, Qatar, Israel, Irak e incluso la Unión Europea.
Todo esto en una coyuntura de amenaza
inmediata procedente del vecindario, en particular de Siria e Irak. No
olvidemos que el Líbano formaría parte del Califato que el Estado
Islámico/Daech/ (IS) está construyendo, eliminando así las fronteras
trazadas por las potencias coloniales tras la Primera Guerra Mundial. Los últimos atentados
en Beirut y alrededores no eran sino una muestra de ello. Y los
enfrentamientos con el Estado Islámico en la localidad fronteriza de
Arsal, donde un grupo de militares libaneses continúa en cautividad, la
prueba definitiva. Arsal es cobijo de miles de refugiados sirios, pero
localizada en la región chií por excelencia de Baalbeck. Desde el
comienzo de la guerra civil siria, el Líbano ha sido uno de los países
más afectados por el conflicto, y ello en más de un sentido. Se estima
que los refugiados sirios representan casi una quinta parte de la población libanesa;
refugiados que en la mayoría de casos viven en situaciones
infrahumanas, caldo de cultivo idóneo para extremismos de todo signo.
De hecho, fue Líbano el primer país de la
región en el que los enfrentamientos sectarios se vieron replicados, en
concreto, en la localidad norteña de Trípoli. Multitud de voces de
Casandra gritaban la alta probabilidad de desbordamiento de la guerra
siria en el pequeño país costero cuya capital un día llegó a denominarse
el “París de Oriente Medio”, y muchos de sus ciudadanos comenzaron a
sentir tal amenaza en su propia piel cuando la llegada de ataúdes de
militantes de Hezbollah provenientes de Siria se convirtió en la tónica
habitual. No son pocos los que han acusado a Hezbollah, que a modo de
profecía autocumplida – al igual que ha ocurrido con Assad – justificó
su postura alegando que pretendían proteger a los libaneses de
terroristas y takfiris, y de poner al Líbano en el punto de mira de
radicales islamistas. El clérigo sunita salafista Ahmad Al-Asir – y no
es el único – ha instado en numerosas ocasiones a los suníes a luchar
contra el gobierno de Beirut “dominado por Hezbollah”. La porosa
frontera entre el Líbano y Siria no es sino una carretera de doble
sentido, y eso tanto para Hezbollah como para el Estado Islámico, que ha
acabado por convertirse en el deus ex machina que Assad y Maliki
esperaban como agua de mayo.
El secretario general de Hezbollah,
Hassan Nasrallah, elogió hace unos días y haciendo referencia a la corta
guerra contra Israel de 2006 durante uno de sus famosos discursos televisados
a “los mártires que habían caído, los heridos, las familias que han
resistido”, e incluso a “todos los líderes políticos que habían
participaron en esta victoria”, así como – no podía ser menos – a Siria e
Irán. Hizo también un llamamiento a los libaneses para “poner sus
diferencias a un lado y darse cuenta de que se enfrentan a un peligro
real y grave”. De hecho, la propuesta de Hezbollah de convocar una
Asamblea Constituyente cobra cada día más sentido, pero adopta la
apariencia de una triquiñuela si se tiene en cuenta que es ahora el
grupo chií el que parece tener más ases en la manga en la escena
política – aunque no tanto en lo que a popularidad se refiere.
Sospechosamente similar es la propuesta de la Corriente Patriótica
Libre de Aoun de enmendar la Constitución instaurando una elección
directa del presidente. Algunos, aún conscientes de lo delicado de la
situación, dudan de que haya llegado el momento de cuestionar lo
dispuesto en el acuerdo de reconciliación de Taif de 1989, que en su
momento impulsó enormemente a la comunidad suní pero hizo que los
cristianos perdieran gran parte de la influencia con la que antaño
contaban (herencia de la política de “divide y vencerás” que Francia y
Reino Unido aplicaron en la región).
Aoun no es el único líder político que ha
decidido reaparecer estos últimos días. El antiguo primer ministro Saad
al-Hariri – e hijo de Rafik Al-Hariri, cuyo asesinato en 2005 desató
una de las mayores rebeliones de las que el país ha sido testigo, la
Revolución del Cedro que forzó la salida de las tropas sirias instaladas
en el país desde el final de la guerra civil – visitó hace tres semanas el Líbano por primera vez en tres años,
en un gesto que algunos – tales como el líder de la minoría drusa Walid
Jumblatt – recibieron con júbilo y muchos consideraron que reafirmaba
la necesidad de una postura moderada en el seno la comunidad suní, en
contraposición con el yihadismo que a muchos quita el sueño. Hariri
aprovechó para anunciar que Arabia Saudí donaría una gran cantidad de
dinero a las fuerzas de seguridad libanesas, lo que a muchos llevó de
vuelta a los años en los que los saudíes retomaban – aunque con mayor
disimulo – el papel de los sirios tras la marcha de éstos en 2005. Los
Estados Unidos y Francia también se han comprometido a ayudar al
ejército libanés en su lucha contra los extremistas que campan a sus
anchas en el país vecino.
A pesar de los últimos acontecimientos,
la parálisis política no ha llegado todavía a los círculos de toma de
decisiones internacionales. No sería sin embargo la primera vez que
estos esperan a que haya sangre derramada para reaccionar. Esperemos que
esta vez el Líbano no se convierta – una vez más – en un conejillo de
indias con el que poderes regionales experimenten y compitan, dando
forma a un país reflejo de en lo que ellos quieren que Oriente Medio se
convierta.
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