El pasado 14 de febrero, mientras millones de personas a lo largo y ancho del planeta celebraban el día de San Valentín, una gran parte de los bahreinís celebraban el segundo aniversario de su particular levantamiento, cuyo desolador resultado ha llevado a varios analistas a denominar el fenómeno la “excepción bahreiní”.
El efecto dominó de la Primavera Arabe
Todo comenzó cuando numerosas protestas contra el régimen del rey Hamad bin Issa al-Khalifa estallaron a mediados de febrero de 2011 (el principal grupo de oposición fue así fundado con el nombre “Movimiento del 14 de febrero”) en la diminuta isla del Golfo poblada por 1 millón de habitantes y conocida sobre todo por su potencial como eje bancario y de negocios y por ser la sede de la base para la estratégica Quinta Flota estadounidense. Los manifestantes se inspiraban y seguían el ejemplo de sus hermanos árabes en Marruecos, Túnez y Egipto. Los levantamientos más destacados y vistosos tuvieron lugar en la tristemente famosa Plaza de la Perla de la capital Manama, que ahora recibe un nuevo nombre y cuyo simbólico monumento, una perla que daba nombre al emplazamiento, fue sin embargo derribado por el régimen, en un esfuerzo por destruir cualquier vestigio de sublevación.
En un principio, el propio régimen trató de apaciguar las protestas, pero, enfrentado a un descontento cada vez mayor, el Rey se vio obligado a solicitar ayuda exterior. ¿Y quién acudió raudo y veloz a su llamada? Piénsese en un poderoso país de la vecindad cuya principal preocupación hoy en día gira en torno a un posible contagio de la “Primavera árabe”. Evidentemente, fue el Reino de Arabia Saudí quien encabezó la operación “Gulf Shield”, puesta en marcha bajo los auspicios del Consejo de Cooperación del Golfo.
Un significativo número de tropas tanto saudíes como emiratís “invadieron” así el Reino el 15 de marzo, imponiendo por la fuerza una estabilidad que en el momento impedía cualquier atisbo de reforma. De hecho, la organización internacional emitió un comunicado confirmando “la legitimidad de la entrada de las fuerzas del Golfo en Bahrein, basada en un acuerdo de seguridad conjunta” que sus miembros suscribieron en 1984. Por aquel entonces estalló una guerra larvada de baja intensidad en la que decenas de manifestantes han sido asesinados, decenas han resultado heridos, por no hablar de los miles de ciudadanos que han sido detenidos y despedidos de sus empleos, e incluso de los médicos y enfermeras que fueron condenados por haber tratado a manifestantes heridos. El país se convirtió en lo que podría ser denominado un “estado policial”.
Reacciones contradictorias en Bahrein
En este sentido, debería señalarse que, mientras que los conflictos contemporáneos en Libia y Siria destacaban como una prioridad en la agenda de la Liga Árabe, no ocurrió lo mismo con la ferrea represión que estaba teniendo lugar en Bahrein. Ello ha llevado a un gran número de expertos, como es el caso de Simon Henderson para Foreign Policy, a hablar de una política árabe de “doble rasero”. Enfrentado a críticas cada vez más duras, el Rey decidió dar un giro de 180 grados a su postura y con ello pedir disculpas por las muertes y el brutal trato recibido por los manifestantes. Los funcionarios del Reino admitieron estar abiertos cualquier tipo de reforma consensuada, y el Gobierno del país llegó a poner en marcha varios intentos de reconciliación con la población.
Destacó en tal sentido la creación de una comisión independiente de investigación presidida por el conocido abogado de derechos humanos egipcio Mahmoud Cherif Bassiouni, cuya principal tarea consistía en investigar los sucesos de febrero y marzo de 2011, así como sus consecuencias. El informe final concluyó que las fuerzas de seguridad utilizaron de forma sistemática la tortura y la fuerza excesiva contra manifestantes y detenidos. Como resultado, las autoridades optaron por el lanzamiento de un “debate bahreiní”, que ahora se encuentra sin embargo en punto muerto y no ha llevado a ninguna reforma significativa.
También fue tremendamente publicitado un tímido intento proveniente de las más altas esferas de reformar la Constitución del país, cuyas nuevas enmiendas darían a un Parlamento “democráticamente” elegido un mayor control sobre el Gobierno. Pero ninguna de estas concesiones satisfizo las demandas de cambio de la oposición. El mes de septiembre de 2011 fue testigo de unas cacareadas elecciones legislativas, que sin embargo se regían por las normas establecidas por la minoría suní y fueron por consiguiente boicoteadas por la oposición.
Como resultado de una insatisfacción muy extendida, y sobre todo creciente, en febrero de 2012 una enorme masa de manifestantes que celebraban el aniversario del levantamiento intentó marchar hacia el antiguo emplazamiento del citado monumento de la Perla. Fueron, sin embargo, detenidos por las fuerzas de seguridad, que recurrieron al uso de gases lacrimógenos, porras y pistolas de bolas de goma. No obstante, las protestas siguieron adelante y creciendo en intensidad, hasta que el Gobierno decidió paralizar cualquier proceso de conciliación y en su lugar prohibir todas las concentraciones y manifestaciones. Las autoridades justificaron la decisión señalando que los activistas políticos miembros de la oposición había abusado de la “tolerancia del gobierno en cuanto a la libertad de expresión, permitiendo que las protestas se tornen violentas en varias ocasiones “.
Las protestas se han ido viendo desde entonces intermitentemente autorizadas y reprimidas según el clima reinante en el momento, y alcanzaron un preocupante nivel de virulencia en el segundo aniversario del movimiento, tras la muerte de un adolescente a manos de las fuerzas policiales. Todo indica a que la reciente y esperanzadora invitación al diálogo por parte del ministro de justicia volverá a estancarse antes de recoger ningún tipo de fruto.
La raíz del descontento
Tal y como ocurre en los supuestos de Marruecos, Jordania y Kuwait, la mayor parte de la oposición no intenta imponer una verdadera revolución, esto es, no esperan el derrocamiento de la monarquía. En su lugar, abogan por poner en marcha un proceso de auténtica reforma política, que incluya otorgar más poder al Parlamento, que los bahreinís tengan la posibilidad de elegir a su Primer Ministro y, sobre todo en este caso en particular, que se garantice el reconocimiento de los derechos de la mayoría chiíta del país (aproximadamente el 70% de la población de la isla que se ha visto marginada durante décadas e incluso comparan su situación al “apartheid palestino”).
Es precisamente este último punto el que debe ser analizado con detenimiento y apunta a la existencia de una confrontación de fondo mucho más significativa: la eterna rivalidad entre los sunitas de Arabia Saudi y un Irán profundamente chiíta. Y explica la razón por la que muchos acusan a los países árabes y occidentales de doble moral. Resulta por ello comprensible que las protestas hayan sido recientemente dirigidas contra un nuevo objetivo, los Estados Unidos, cuyo gobierno decidió hace unos meses reanudar la venta de armas militares al país del Golfo.
Bahrein puede enorgullecerse de ser el país en el que el levantamiento, parte de una Primavera Árabe cuyos resultados aún siguen sin estar claramente perfilados, ha tenido una mayor duración sin derivar en una verdadera guerra civil. Un estado en el que, además, confluyen gran parte de los dilemas que hoy por hoy amenazan la estabilidad de la región: conflicto entre chiítas y sunies, tensión constante entre regímenes de raíz nacionalista y otros de cariz religioso, pulso entre autoritarismo y demandas de una mayor libertad, e incluso un enfrentamiento cada vez más visible entre los monarcas del Golfo y los Hermanos Musulmanes aupados al poder en Túnez y Egipto y poseedores de una gran influencia en Marruecos, Libia, Palestina, Siria, Jordania y Líbano.
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